domingo, 20 de abril de 2008

Sobre el cinismo


Alguien me dirá que es mi culpa, que tengo que elegir mejor con quienes ando, pero uno se arrima a determinados mundos y personas por razones que, en general, están más cerca de la curiosidad o el deseo que de la razón. Por suerte, nunca me he sentido sometido a la obtención de determinados vínculos y, si existe este blog o aparece conectado el messenger, no me produce ningún síndrome de abstinencia el no hallarme virtualmente comunicado. Tal vez, de ahí que haya quienes se sienten personalmente heridos por no tener yo el mismo tipo de actitud adictiva en el chateo porque no siento la compulsión de establecer contacto por más que vea al otro conectado. Me agrada saber que mi hija y yo, especialmente, nos hallamos en contacto de esta manera a pesar de los 13.000 kilómetros que nos distancian aún cuando no tengamos nada que decir a veces. Pero, volviendo, no sólo en este mundo de virtualidades programadas aparece esta queja respecto de mi mañoso ser aquí. Es la historia de una vida. Desde la adolescencia temprana, negativo o pesimista han sido los epítetos más suaves que me han proferido. Sarcástico, complicado, oscuro, vueltero, demasiado racional, poco espiritual, exageradamente analítico, distante, frío, resentido, malvado, cínico. Es cierto que no creo que existan las “cosas simples de la vida”, ni las personas “sencillas” o “sin rollos”, me dan la impresión de que pueden llegar a ser excesivos fóbicos. Una mancha más para este tigre. Lo cierto es que hubo un punto, hace muchos años, en que estos juicios acerca de mi personalidad (recibidos sin haberlos pedido y, en general, expedidos por quienes se tienen a sí mismos en una jerarquía diferente) empezaron a ser motivo de una especie de orgullo por el rescate de una identidad, la mía, fuera del rebaño gobernado por las rutinas y convenciones de la urbanidad. Decir lo que se siente o piensa de un modo no ofensivo puede ofender a quien está en el rebaño y hasta puede ser uno tachado de soberbio por ser simplemente uno mismo. En realidad, es una invitación al intercambio de ideas, es suponer al otro suficientemente inteligente o avispado como para conversar, pero sucede, ante nuestra sorpresa, que el otro puede sentir esta invitación como un peligro. Ese interlocutor es un cínico. Tal vez, sea posible hablar de dos tipos de cinismo. Hay quienes nos encontramos más en la línea cínica de un Diógenes, en el cual la risa, la ironía y la interpelación inteligente son los recursos utilizados para hacer temblar los fundamentos de lo establecido. Es un cinismo de antigua data en la historia de la Humanidad y es, sin que me surja una duda, un cinismo auténtico ya que tiene un objetivo claro y real: escapar de la alineación reinante prefiriendo cierto grado de autonomía que puede aparentar soledad para el rebaño. El otro cinismo, el que más cunde, el artificial, desata su ironía desde una profunda negatividad que lleva a la desesperanza, al “qué le va a hacer”, “así son las cosas”; una toma de conciencia que elige no hacer nada, una “falsa conciencia ilustrada”, en palabras de Sloterdijk, “la de quienes se dan cuenta de todo se ha desenmascarado y pese a ello no hacen nada, la de quienes se dan cuenta de que la escuela de la sospecha tampoco ha servido de mucho”. Aquellos que eligen el status quo son, entonces, cínicos, los que juzgan al diferente y quieren un mundo homogéneo, los que critican al que “piensa demasiado”. Quien se halla en búsqueda permanente de la verdad no lo hace para destruirla, como quiere ese otro cínico en su provinciana globalización con tal que la cadena metonímica de su vida no pierda un eslabón. Cuanto más avanzado nuestro mundo, cuanto más globalizado, más “comunicado”, menos lugar para el que busca, lámpara en mano, al Hombre.

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