jueves, 24 de noviembre de 2011

Los DISCEPOLO


Armando y Enrique: Entre el dolor y la risa
por Graciela Torrecillas

 

" - Vos no te imaginás qué enemigo es ése (Por el espejo). Mirame. Ese no soy yo es otro; que está ahí siempre, espantoso (Ríe mirando su mueca) Me suplanta para que me repudien. Miralo. (Ríe)¿ Soy yo?...No . Estoy condenado a un tormento infernal. A no reconocerme...."-
Dice Anselmo, personaje de Muñeca (1923)
“Amigos tengo muchos, pero so todas personas decente: no tiene ninguno un centavo”... E muy difíchile ser honesto e pasarla bien. Hay que entrare amigo! Si, yo comprendo : sería lindo tenere plata e ser un galantuomo, caminare co la frente alta e tenere la familia gorda. Sí, sería muy lindo agarrare el chancho e lo veinte.! Ya lo creo! Pero la vida e triste, mi querido colega, e hay que entrare o reventar”.
Dice Miguel en Mateo(1924)
“Porque vos lo único que has hecho es confiar en todos los que te hunden y perdonar a todos menos a los que te quieren . Porque sos siempre el último. Porque te vas a morir mordiéndote los puños.”
- le dice a Stéfano su mujer Margarita (1928)
“Te debo todo lo que te he prometido cuando creía yegar a ser un rey y te ofrecí una corona de oro mientras te apretaba esta , de espinas, que te yena de sangre. Mira esta mano que yo soñaba cubierta de briyante con olore a alcaucile”-,  le contesta Stéfano a Margarita , la sufriente testigo de su fracaso.
“Cuando pendiente de un moto tuyo te rodeen todos los que te aman e tu hayas puesto en cada uno un amor , sabrás qué dura es la soledad...”
“La gente se caía al agua como bichos. Se caían, caían. Alguno flotaba, otros se daba vuelta y se hundían dejando globito. Cuando el mar estaba yeno yeno, yo me embadurné todo el cuerpo de goma ... Y me tiré. La gente se pegó a la goma. Yo me hice grande, grande con todos pegados. Entonces el mar se secó y yo caminado los salvé a todos... Se fueron todos corriendo sin darse vuelta” Dice Radamés, el hijo idiota de Stefano.
 “Ustedes se piensan que gano esta sucia plata dando vuelta al manubrio. La gano dando vuelta al alma. Se vive rodeado de púa y hay que curtir el cuero.. . Cuando sepan quí es la gente se van a recordar de mí... Tenía razón aquel estúpido. Sí macanuda la gente... Una noche sen comida, sen techo, a la caye, con osté en este brazo e Florinda al pecho de la madre, no encontramo un cristiano que creyese en Dios. La gente pasaba corriendo sen mirar mi mano. Morite... morite co tu hijo... La gente... Aqueya noche supe hasta qué punto somo todo hermano, aquella noche hice el juramento. Saverio nunca más pide por hambre. Saverio sacále a la gente el alma gota a gota...”, dice el viejo Saverio de El Organito.
“Siempre así. Es un símbolo este (al acariciar a su mujer le mete un dedo en el ojo). Sólo hago daño a los que quiero”, dice Stéfano.
“Qué gana le tengo a ese florero. Siempre le tuve gana. Hace doce año que lo veo. Siempre ayí, nel medio, esperando qué. Es mucho. Le he tenido más lástima que a un hijo” Idéntica situación en Stéfano de Armando y en Blum, de Enrique (1944).
“Ya no tengo qué cantar . El canto se ha perdido. Se lo han llevado. Lo puse a un pan y me lo han comido. Me he dado en tantos pedazos que ahora que me busco no me encuentro”. “Lo que no comprendo es qué voy a hacer ahora con todo este dolor que me sobra”, palabras de Stéfano
“Revolcados pero limpios  (se mira) ! Qué mariscal de corso! Ignoraba que los enemigos de verdad son invisibles. Cuando llegás a verlos ya te han vencido, te han saqueao, te han hecho prisionero, comés su guiso y marcás su paso y vos mismo ya sos uno de ellos. Yo soy uno de tus enemigos invisibles”, le dice Daniel a su mujer, Irene, en Relojero (1934).
“¿No ve que es falsa, no ve que es ilusoria? ¿No ve que esta vieja decencia suya ha debido contar siempre con la paciencia ajena?”,  dice Nené, la hija del Relojero mientras su hermano Lito pregona que “el mundo está lleno de generosos inútiles y de heroicos inservibles que, insatisfechos, claman premio. Así andamos endeudados unos con otros sin debernos más que sinsabores y confusión”
A tal punto llega la identidad de los temas, los giros, las palabras, el sentido, que haciendo una encuesta con gente de la noche porteña, algunos se sonreían con ironía porque sabían que correspondían a obras de Armando y otros afirmaban con entusiasmo que eran de Enrique aunque no supieran dónde lo habría dicho.
Esto lo declara Norberto Galasso en El grotesco: una polémica inevitable, que agrega a los Escritos inéditos de Enrique Santos Discépolo  cuando los publicara en 1986.
Por supuesto va trazando los paralelos uno a uno con los tangos como Qué vachaché, Yira... yira...,o  Soy un arlequín ..o Cambalache....y no resultaría difícil agregar muchas otras citas y muchas otras comparaciones. De hecho algunas corresponden a mi búsqueda personal y daría para todo un trabajo completo una indagación  exhaustiva de tales correspondencias. 
Prefiero ahora, antes de entrar en la polémica “a posteriori” sobre las coincidencias, plagios, co-autorías, o autorías usurpadas, situarme en el universo más amigable de las intimidad compartida de lenguajes , de estéticas , de testimonios que abarcan a estas dos producciones talvez las más representativas  de la dramaturgia nacional y de la poesía popular de las primeras décadas de nuestro siglo.

La armonía perdida

A principios de siglo el hogar de los Discépolo estaba en Once de Septiembre , cuando todavía no era un barrio mítico de Buenos Aires, si bien tenía alguna fisonomía particular por todos conocida como la esquina de Rivadavia y Paso donde se ubicaba el teatro Marconi, la vieja parroquia de Balvanera , escenario de la política caudillesca anterior a la ley Sáenz Peña, el mercado fundado por David Spinetto en 1894. Las dos líneas de tranvía habían llegado al barrio uniendo así el centro con el oeste más próximo. 
 Era un caserón ubicado en Paso 113, con patio de baldosas rojas, parrales, flores y animales domésticos.En la esquina de la casa había cuarteadores para subir la barraca. Aquella vivienda habría sido del agrado de los abuelos napolitanos , padres del jefe de familia, Santo : llegado a América treinta años antes, para tomar distancia de un desengaño amoroso, y dedicado desde entonces al ejercicio de su profesión de músico, título y pericia obtenidos con honores en el Real Conservatorio de Nápoles , esto le había  permitido integrar al poco tiempo calificados conjuntos orquestales que actuaran en los teatros Opera, Politeama, San Martín y Victoria. Nunca descuidó tampoco su tarea de maestro de música, ya sea desde la Banda de Policías y Bomberos o luego instalando su propio conservatorio en la residencia familiar como se estilaba en esa época.
Precisamente una dedicación más amplia a esta nueva actividad motivó el traslado de la familia a la calle México, entre Saavedra y Jujuy; el entorno por lo tanto no cambió mucho, apenas un deslizamiento hacia el sur del mismo barrio, a una casa típicamente porteña con una galería azulejada , cuatro cuartos espaciosos y un patio interior minúsculo que simulaba una pequeña apertura al cielo. Allí se las ingenió Santo para instalar instrumentos y atriles en la sala principal y destinar el resto del espacio a la familia que para entonces ya había concluido de expandirse con la llegada del último vástago, Enrique , en 1901. Al mayor, Armando (1887) destinado a continuar la carrera de músico de su padre, y a ser el eje sustituto del clan, le habían seguido  Rodolfo (1891) y Otilia Margarita (1899).Mientras rodeaban a Luisa, la madre, en cada ceremonia hogareña y escuchaban con despreocupación los relatos de Santo sobre el agitado mundo exterior, los acompañaba la música de fondo proveniente de las visitas diarias de los alumnos, entre los que se contaron quienes serían luego renombrados músicos de tango como José Luis Roncallo,  o por lo menos alcanzarían alguna trascendencia en ese género como  Di Tata, Silva, Pérego , Torterolo.
La casa era un ámbito acogedor, seguro y entretenido, y afuera, el espacio público, todavía de todos, prolongaba esa sensación de seguridad y permitía la expansión de las corridas y juegos en la vereda en interminables tenidas de vigilantes y ladrones, rescates y de cachurra monta la burra. Sin embargo, esta arcadia del grupo unido bajo la batuta de Santo solo podrá ser recordada como tal por Armando. Para Enrique quedaría definitivamente en penumbras desde que se viera interrumpida por la muerte del padre en 1906.
En los años siguientes las cosas fueron de mal en peor para los Discépolo. Los ahorros de Santo no bastaban para seguir manteniendo a la familia, y Armando tuvo que salir a trabajar como empleado en una casa importadora y luego en una fábrica de tejidos. Pronto comprendió sin embargo que su futuro estaría en el teatro, una vocación secreta, talvez acallada hasta entonces por las expectativas paternas sobre sus dotes de chelista, y debutó como actor en la Casa Suiza, integrando la Compañía Nacional de Aficionados, (en la que luego sobresaldría como primera actriz Camila Quiroga) .
Allí interpretó al amante de Música di cámera de Alberto de Zavalía, papel de seductor para un seductor. La casa de México fue abandonada, y se instalaron en una modesta vivienda de la calle Caracas, no obstante lo cual y el apoyo económico de los familiares de Luisa, no pudieron evitar que la mujer cayera en una profunda depresión que la debilitó y permitió que contrajera tuberculosis, la enfermedad de la época, que la llevó a la muerte el 16 de mayo de 1910, mientras todavía se prolongaban los festejos del Centenario..
“Tuve una infancia triste. Yo nunca pude decir aquello de “cachurra monta la burra” ni hallé atracción alguna en jugar a las bolitas o a cualquiera de los demás juegos infantiles”- declarará Enrique en uno de sus más citados relatos autobiográficos-” Vivía aislado y taciturno. Por desgracia no era sin motivo. A los cinco años quedé huérfano de padre , y antes de cumplir los nueve perdí también a mi madre. Entonces mi timidez se volvió miedo y mi tristeza, desventura. Recuerdo que entre los útiles del colegio tenía un pequeño globo terráqueo. Lo cubrí con un paño negro y no volví a destaparlo. Me parecía que el mundo debía quedar así para siempre, vestido de luto”
Con la muerte de Luisa la familia se desintegró. Otilia y Enrique los menores, no pudieron compartir la bohemia del teatro en que se habían iniciado los mayores, y se fueron a vivir con “los tíos ricos”, que pretenderían encarrilarlos en la senda de la moral burguesa y de las normas inflexibles.  La educación primaria recibida en el Colegio Guadalupe de los padres verbistas alemanes contribuyó sin duda a la forja de esta infancia triste.
Pero esa vida de encierro y compostura no duraría mucho. Dos años después Armando se casa con Luisa De Rosa , hermana del dramaturgo Rafael José  De Rosa, se instalan en la calle Pasteur entre Tucumán y Lavalle, y deciden hacerse cargo de Enrique, con lo que Armando retomó o consagró mejor dicho el estatus de padre que Santo le había conferido antes de morir. Enrique pudo cambiar entonces de colegio, a una escuela pública de Anchorena y Santa Fe.

El teatro de la vida

Pasada la primera década del siglo, Buenos Aires se había quedado con muchas luces céntricas encendidas en los festejos del Centenario, vivido sobre todo de cara al exterior.
Los Podestá eran los principales protagonistas del espectáculo argentino, ninguna otra compañía ni apellido tenía el mismo prestigio que el de ellos. Pablo Podestá era el actor de la época, de gran maestría intuitiva a pesar de su escasa preparación formal,  admirado por todos, hasta por Eleonora Duse o André Antoine. “Primero Armando y después Enrique , los Discépolo descubrieron en el genial actor la comunión del teatro y la magia de la actuación. Nunca olvidarían la lección del maestro. Tampoco su locura” (Pujol, Sergio, Discépolo una biografía argentina, pg.37).
“Cuando me disponía a trasponer el umbral (del teatro Buenos Aires.)- cuenta Armando en un relato que forma parte del anecdotario incorporado a la leyenda del teatro argentino- tuve una impresión inesperada: Pablo Podesá estaba allí leyendo un libro. Un poco desconcertado me atreví a decirle: Quiero hablar con usted. Y él huraño como casi siempre me contestó tuteándome ... ¿Qué querés chino? . Traigo esta obra para leérsela - le respondí yo , ¿es buena? ... Yo no sé, yo he hecho lo que he podido... Podestá me miró de arriba abajo, quedó un rato en silencio y luego dijo: ¿ Cuándo me la querés leer? . Viendo que la cosa marchaba yo cobré coraje y sobre la pregunta , contesté rápido y tuteándolo a mi vez: Cuando vos quieras.- Bien, dijo el actor , mañana te espero en mi casa, en Banfield”
Así empezó todo para Armando Discépolo , con Entre el hierro, que ese era el título del drama que entre tímido y asombrado le leyera a ese actor enorme e inalcanzable para un muchacho de 23 años como era Armando Discépolo por entonces , asombrado porque al iniciar la lectura del tercer acto Pablo Podestá lo interrumpió para gritarle casi: “está bien,  mañana leemos a la compañía y estrenamos en seguida”. Y la compañía eran nada menos que el propio Podestá, su sobrino Arturo y Orfilia Rico, María Esther Buschiazzo, Pepito Petray y Juan Margiante, a quienes al día siguiente de la insólita experiencia banfileña, debería enfrentar, además para dirigirlos. 
David Viñas entrevé en esta primera obra, la aparición lateral de un germen inicial del personaje grotesco; se llama don Fermín y es un borracho. El dato más evidente, su cuerpo inerme, bamboleante e inseguro, acotado como “más viejo, más doblado” que se justifica por haber trabajado “pa ellos” “más de 40 años seguidos”, su situación de pobre se reivindica en un discurso tartajeante :  “¿Que chupo? ... ¿Qué voy a hacer? ... ¿Morirme?”. “El fierro pa levantar casas de ricos precisa alcohol para amasarse”. “Porque si yo chupo ahora es porque antes he soplao bastante”, o en tener una borrosa conciencia de su aspecto: “Es feo, eh?... Es feo estar así , pero domina”. Se advierten las prolongaciones del feísmo naturalista , y los componentes que en el grotesco se darán  supuestos y ambivalentes, todavía juegan por separado: “Todo me causaba risa y hoy lloro por cualquier cosa”. El borrachito , el vencido , cercano todavía al naturalismo biologista de  Los muertos (1905) o Los curdas (1907) de Florencio Sánchez, se permite marcar el dasaliño torpe de la vestimenta, el quedarse “sin sombrero” y "ponérselo abollado y medio ladeado”. Este vencido arrugado y solitario practicante de soliloquios agresivos , crispados e impotentes está a un paso de insinuar a los delirantes posteriores, descompuestos, temblorosos y “dominados hasta el delirio”.
En La fragua (1912) por primera vez, tangencialmente pero con precisión, se designa a esa suma de datos embrionarios como “grotesco, amargamente grotesco”. El fracaso de la huelga doblega a ese tipo “firme, altivo, poderoso”, lo desplaza del escenario tanto como lo ha hecho de la realidad, y entonces la humillación de los hombres discepolianos se encarna en lo corporal, en el “cansancio de trabajar”, en “la vejez” y se desliza cada vez más hacia la relación mágica de “locos” ante la máquina milagrosa de hacer dinero. Del trabajo vivido como norma y proyecto (“No hemos venido a la tierra a jugar un juego de azar”), a la intuición del juego (“Ahora sabemos que la muerte es el disfraz del latrocinio”). Los “huelguistas vencidos” de la La fragua preanuncian a los inventores delirantes de El movimiento continuo  (1916), verdadero protogrotesco, donde se ponen en marcha la intuición de una salida oblicua, por la magia gratificante del invento, “Ríete de Fulton, de Edison y de Marconi”, y ríete desproporcionada, grotescamente. El borrachito deprimido se ha tornado eufórico y desmesurado, para después hundirse brusca, inesperadamente en el fracaso: “Todo aquel entusiasmo es perplejidad y confusión" (acotación), mientras desde afuera se subraya la otra dimensión: “una turba de chiquillos  ríe estrepitosamente del movimiento continuo”.
Pero mientras Armando se afianzaba como hombre de teatro y se encaminaba  hacia la autoría del grotesco criollo , ¿qué pasaba con el hermanito Enrique? ¿ y qué pasaba precisamente con su relación con el teatro, el mundo de los actores y autores tan próximos a la familia?



A los pocos meses de ingresar al Mariano Acosta para estudiar de maestro, Enrique se descubrió incapaz de seguir una educación sistemática. Los gestos, su discurso fluido y chispeante , la total expresividad de su cuerpo al servicio de cada palabra, fueron destacando su histrionismo. “Usted es un verdadero actor”, le dijo un día uno de los profesores, y Enrique le creyó a él y a todos los compañeros que opinaban lo mismo y que coincidía con el futuro que él admiraba ya en su hermano Armando. “La actuación sería para Enrique una enseñanza y un aprendizaje. También una manera de tapar el rostro con máscaras impenetrables, un ejercicio de extrañamiento que conmovía a la gente hasta las lágrimas , haciéndola partícipe de otras vidas y otras historias” (Pujol, pg. 38) “Tras las huellas de su hermano, Enrique descubrió los poderes del teatro a una edad en que la adultez parece ser un atributo de los otros”(Idem).
Enrique se retiró de la Escuela no sin antes haber rendido exámenes en lugar de otros, y de haber participado en la famosa huelga de 1915 , donde animó los entremeses improvisados de las asambleas estudiantiles con recitados cómicos y parodias de cantantes, integrante casi fantasmal de “la generación del 14” a la que pertenecieron casualmente L. Marechal, Fermín Estrella Gutiérrez, Américo Ghioldi, Juan Mantovani.
También las rabonas pasadas en la librería de la calle Urquiza , -a unos pasos del portón de la escuela, tomando mates con bollos con el librero, que le permitía sumergirse en relatos de viajes y aventuras (Verne, Salgari), cuentos fantásticos y piezas de teatro (alternar Shakespeare con F. Sánchez y Roberto Payró, éstos  en sueltos de las primeras revistas que anticipaban el auge de Bambalinas)- lo alertaban sobre su futura profesión.
Después de algunas discusiones un tanto estériles, los hermanos Discépolo se pusieron de acuerdo: Enrique sería actor si ese era su deseo, se convertiría en un hombre de teatro. Pero no gozaría de favores especiales, tendría que abrirse su camino, si valía, en un ambiente que ya reconocía en Armando, un buen dramaturgo. Cierta vez se presentó ante Blanca Podestá y tanto ella como Enrique recordarían más tarde la severidad de Armando al juzgar las condiciones actorales de su hermano, nada  peor que alimentar la sospecha de algún favoritismo familiar. “Esta mirada supervisora, que incluía lo estético y lo ético, podía llegar también dentro de las pautas de la paternidad clásica, a algún sopapo corrector por una mala conducta o como simple advertencia de la violencia del mundo exterior” (Pujol, op. cit.).
 La dedicatoria con que se iniciaba Entre el hierro, aquella primera obra de Armando, rezaba “a mis hermanitos Otilia y Enrique”. Sentado en la primera fila de los ensayos, Enrique había presenciado en silencio muchas de las charlas entre bambalinas, opiniones ilustres a través de las voces de los creadores. A los 11 años había asistido al estreno de La fragua en el teatro Apolo a cargo de la Compañía de Guillermo Battaglia.  El tema de la injusticia social en la Argentina del Centenario que planteaba la obra produjo un fuerte impacto en Enrique, que pudo ver en escena lo que más tarde constituiría el centro de las discusiones del grupo Artistas del Pueblo, en Parque de los Patricios. Le siguieron El guarda 323, El patio de las flores, El movimiento continuo y Conservatorio la Armonía, entre otras obras consideradas luego menores en la producción de Armando en colaboración con Folco o De Rosa, pero que iban a marcar una progresiva agudización de los sentidos puestos sobre el tejido social de la ciudad en particular y del país en general. Hasta en las comedias menos ambiciosas de aquella etapa, este teatro pondría en acción al sujeto escamoteado de la Historia con sus tics y modales auténticos en el  marco de sus conflictos y armonías; en un par de ellos se cuestionaba el costo social de la modernización argentina.
Los grandes actores de la época, Roberto Casaux, Florencio Parravicini y Guillermo Battaglia, acrecentaban noche tras noche el interés de aquel espectador voraz que dejaría volar su imaginación cada vez más alto. Aquello fue una educación estética y también sentimental. “En ellos y a través de ellos Enrique aprendió a mirar el mundo críticamente, con una ética para enfrentarlo” (Pujol, pg. 41) .
El mundo de los cafés   
Cuando Armando empezó a escribir sus obras, el café de Los inmortales representaba la vieja guardia de la inteligencia porteña. Enrique escuchaba deslumbrado a veces en brazos de su cuñada Teresa devenida en madre, los relatos y descripciones de aquel espacio sagrado, tocado por la magia de los que habían ingresado al campo de la letra impresa.
Así escuchó también Enrique, de labios de su hermano, que aquel no era el ámbito natural de los Discépolo, más allá de las simpatías ideológicas o las ambiciones juveniles. Ellos debían buscar con sus pares otro espacio, un nuevo recorrido urbano. Allí mismo cuando todavía vivían en El Once, encontraron en la esquina de Rivadavia y Pichincha y próximo al teatro Marconi, la parada del Centenario, un bar donde se jugaba a las cartas, se comía y sobre todo se bebía hasta altas horas de la noche. Más tarde se mudó a mitad de cuadra , cambió su nombre por el de Oberdam, y seguía siendo el foco de la bohemia del Once, muy cerca de la librería de Ameghino, uno de los tantos amigos de Armando, que Enrique supo frecuentar con la deslumbrada admiración de un iniciado. Aún no había cumplido 13 años y ya trasnochaba de la mano del mayor , escuchando todas las explicaciones de la noche y sus habitantes.
De ese conjunto borroso que terminó siendo su infancia , jamás olvidaría aquellos primeros bares míticos, los amigos oirían una y otra vez los relatos discepolianos sobre ellos.
El catálogo humano de los cafés se convertiría con los años , en uno de los relatos típicos de cierta filosofía de la experiencia porteña. Los cafés, pronto lo sabrían , eran los sitios en los que los hombres se educaban, se hacían de amigos y aprendían a convivir en su tránsito por la vida.
 Había otros sitios donde el hermano menor no podía ir, pero sí beneficiarse con un cúmulo de experiencias ajenas apenas intuidas: bares como Don Quijote donde se reunían Florencio Parravicini y su troupe, peñas como la del Paulista o La Brasileña, que inspirara El mal metafísico de M. Gálvez.
Aquellas veladas con sabihondos y suicidas marcaron a Enrique con el fuego existencial que daría vida luego a uno de sus mejores tangos. Los cafés de la calle Rivadavia, a los que pronto se agregaría el de Los Angelitos, eran un verdadero muestrario de todos los pliegues de la ciudad: jugadores y actores, comerciantes de todos los mercados de la zona, escritores ignotos y algunos periodistas en busca del aguafuertes, componían un universo mucho más representativo que el de Los inmortales para el grupo de jóvenes dramaturgos como Armando, Federico Mertens, Mario Folco, Rafael José De Rosa. Los nuevos cafés prestaban sus mesas para tomar nota de la tipología urbana que las imágenes culturales del Centenario habían desplazado hacia los márgenes. Estas experiencias de la pubertad para Enrique fueron anticipando las de las tertulias en lo de Facio Hebequer de la etapa siguiente. Nada le fue indiferente: el habla de aquella gente, los olores, los sonidos, la temperatura.
Desde el primer día Enrique admiró la democracia de los cafés, la tácita aceptación de la diferencia de voces. Para un adolescente que crecía a la par  de la ciudad, el café fue la casa de todos los relatos: las confesiones más íntimas y los proyectos más valientes. Se sintió depositario de aquellos saberes, que unos años después también encontraría en el restaurante El Tropezón.
La Argentina ha iniciado una nueva etapa  en 1916, la oligarquía ha perdido el centro del poder político mientras los criollos pobres del interior y la clase media del litoral aclaman la llegada al poder de su caudillo Hipólito Yrigoyen. El ansia de justicia social que bulle en los espíritus rebeldes cristaliza en lo artístico en un grupo de jóvenes que se constituyen en el precedente cultural del movimiento “Boedo”: surgido en 1914 por iniciativa de Juan Palazzo , compartían ilusiones y fracasos Armando Bellocq, Agustín Riganelli, escultor de las hermosas cabezas de cirujas, Abraham Vigo,  José Arato, a los que se agrega luego Guillermo Facio Hebequer, cuyos aguafuertes con perros vagabundos y crotos de la quema, con conventillos sombríos y madres obreras, dan testimonio de aquella vida dura del Buenos Aires de 1918.
También se incorporan al grupo poco tiempo después Benito Quinquela Martín y Juan de Dios Filiberto : allí, en el piso alto de la calle Rioja 1861, justo frente a la nueva vivienda que habían ocupado los Discépolo en Parque de los Patricios, como se llamaba el barrio a partir de 1903, un lugar que se codeaba con la leyenda  como Barracas o La Boca, donde la distancia que lo separaba del centro comercial de la ciudad favorecía la imagen de franja transgresora.
Por lo tanto no era tan descabellado planear desde allí una revolución aunque más no fuera una revolución artística. Sin llegar a constituirse en una escuela, aquellos artistas postulaban tanto una cruzada contra los ismos de vanguardia como contra la pintura de las academias. Para F. Hebecquer el arte tenía un compromiso social impostergable , y debía ser una prolongación plástica de la literatura de Tolstoi y Dostoievski, con las ideas de Bakunin marcando la ruta.
El contexto político incentivaba esa poética.  La política golpeaba con brutalidad las conciencias de aquellos anarquistas. Si bien las confusas noticias que llegaban de Rusia podían generar un entusiasmo un tanto abstracto, la masacre de los trabajadores de Vasena, en 1919, en Nueva Pompeya, tan cerca de Parque Patricios, no permitiría dudar sobre cuál era “ la realidad” como cosa tangible, motivo del arte.
Además  bohemia de por sí implicaba una identificación muy sensible con la pobreza: “Era la bohemia de comer salteado y de perseguir a un peso con un palo”, contaría Enrique en tiempos de abundancia. La bohemia no se restringió a un solo barrio, solían cenar en La Boca en el taller de Quinquela sobre la carbonería. Una noche escucharon en el bar Iglesias a Eduardo Arolas, sería el primer contacto de Enrique con el tango. Con Filiberto hizo especial amistad, le mostró la “guzla” que había fabricado con una lata de aceite cuando chico y se sintió atraído por el armónium con que Filiberto daba serenatas en las puertas de los conventillos. Años más tarde el tango posibilitó el encuentro de música y poesía de los dos, dando origen a Malevaje.



Pero Armando y Enrique no compartirían todas las opiniones de F. Hebequer y la cofradía de Amigos del Pueblo de la calle Rioja. El realismo socialista nunca sería pariente de la visión discepoliana del mundo; la lección del padre en ese sentido había sido contundente: un artista debía valorar toda la cultura, tener una visión creativa sin límites, como para la ópera del siglo XIX, la valla entre lo popular y lo culto era en cierto modo ficticia.
Los centros de las tertulias eran alternativamente los domicilios de Facio y de los Discépolo, empezó a llegar gente de todas partes. Para Enrique aquello fue el complemento de la experiencia reveladora de los cafés. La charla era la única rutina permitida de una vida casi comunitaria. Todo fue dicho, de todo se habló, sin límite de horario ni de tema: “Hablábamos de todo - recordaría Enrique muchos años después - empezábamos con Baudelaire y terminábamos discutiendo la mejor manera de preparar uno de esos heroicos bifes a la portuguesa que nunca podíamos comer. Pero la discusión aunque trivial, era la manera de prolongar nuestra permanencia en ese clima donde todos queríamos ser algo... hacer algo”.
La casa de los Discépolo se llenaba entonces  sobre todo de dramaturgos: Federico Mertens y Defilippis Novoa eran caras familiares. Otros, como José González Castillo, padre del futuro músico y poeta Cátulo,  Rafael De Rosa y Mario Folco fueron los que ejercieron mayor influencia al momento del  ingreso de Enrique en la literatura teatral. El anarquismo romántico (anarquismo lírico), como lo había definido uno de los habitués a las reuniones, priorizaba el hecho teatral entre todas las operaciones culturales que podían modificar efectivamente a la sociedad.
Cuando se produjera la mudanza a Parque Patricios, algunos éxitos comerciales de las obras de Armando en colaboración con los autores ya nombrados, como Espuma de mar (1912) o El novio de mamá (1914), El patio de las flores (1915) si bien postergaban por un tiempo la problemática social que apareciera en La fragua, y no dejaran a sus responsables plenamente satisfechos, habían permitido hacer más llevadera la vida e insertarse en el sistema teatral argentino en su etapa más floreciente.
Sin embargo, de esa prolífica época quedaron dos piezas particularmente interesantes: El movimiento continuo (con De Rosa y Folco, 1916) al que ya hiciéramos referencia anteriormente, con situaciones tragicómicas que atrajeron a Enrique , y  Conservatorio la Armonía (con De Rosa 1917), que obtuvo un éxito formidable y grandes elogios para los autores y para la compañía. El personaje de Doménico San Francesco estaba indudablemente inspirado en Santo: es napolitano, ha sido director de banda , y a  diferencia de su socio, el francés Lafont, quiere enseñar los secretos del arte puro a sus alumnas. Por el contrario su colega , interpretado por F. Parravicini, es el típico avivado que solo quiere hacer dinero con la música y el instituto. A la hora de elegir con quién quedarse, los alumnos  prefieren al maestro francés, complaciente y adulador, y Doménico vuelve a su antiguo puesto en la banda. Todavía no se da el final trágico pero muestra la traición de los alumnos, la otra cara de la promesa de América , y los roces entre los inmigrantes ponen en evidencia irónicamente la falta de armonía del conservatorio.
Escritura y actuación


 El debut actoral de Enrique se produjo en ese mismo año tan exitoso para Armando, regido por el estrellato de Roberto Casaux; el estar en el escenario junto a su ídolo aunque más no fuera como comparsa- un portero anónimo- en El chueco Pintos (pieza de Armando con Folco y De Rosa, 1917) significó para Enrique una experiencia inaugural de la que extraería enseñanzas reveladoras. Para Casaux, la Argentina de los conventillos, de los ascensos y las caídas no tenía secretos. Los Discépolo, que no habían vivido en conventillos, conocían su realidad y su potencial dramático. Casaux rompía así con los moldes tradicionales ofreciéndole al naturalismo una posibilidad diferente. Aquella era una vuelta de tuerca que la realidad social argentina reclamaba para ser llevada a la escena.

Los grotescos criollos y las letras de tango reconocerían sin duda tácitamente la influencia de aquella técnica actoral. Hasta comienzos de los años 20, Enrique integró los repartos de varias compañías, y aunque a Armando le costara reconocerlo, sintió cierto alivio y tranquilidad de que la vida de su hermano menor no se disipara en charlas inconducentes . Como afirmación de su personalidad, el mundo de la actuación significó para Enrique un escalón de gran importancia en su vida. “Yo lo llevé de partiquino a actor” dirá Armando en ese reportaje que le hiciera N. Galasso mucho después de la muerte de Enrique, lo que puede interpretarse como un desplante despectivo o como un signo de orgullo familiar.  Y Tania en su libro Discepolín y yo hace una digresión, refiriéndose a la actuación de Enrique en Wunder Bar:  “! Y su mímica! Diríase chaplinesca . ! Un actor realmente eminente! ... Tengo motivos para enorgullecerme cada día más de cuánto se lo recuerda y de cómo su obra vive, pero advierto que a veces se omite su condición de actor. ¿ Se me podría contradecir si afirmo que fue uno de los más grandes actores argentinos? El era modesto para considerarse en ese rango. Se contentaba con el cariño que tenía por su trabajo de actor. No sé quien dijo que hasta dirigiendo una orquesta era un formidable actor; no lo desmiento” (pg. 78)
Enrique nunca viviría la actuación y la escritura como marcas excluyentes: “Yo nunca dejé de ser actor”, le confesaría más tarde a Andrés Muñoz:  “Justamente mi tarea de autor, yo la veía, antes que nada, desde el plano de intérprete. Antes de hacer hablar a mis personajes, solía dibujarlos, dotarlos de una envoltura física. Lo mismo me ha ocurrido con mis tangos”.
Casi simultáneamente comenzó también su carrera autoral: en 1918, lanzó su primera producción literaria, en colaboración con Folco,  Los duendes, en el Teatro Nacional de Pascual Carcavallo, por entonces “la catedral del género chico”, que si bien resultara un fracaso para la crítica y para el público, fue un estreno de envergadura, la compañía de Vittone-Pomar, contaba en sus filas a las actrices Olinda Bozán y Aurelia Ferrer. Para su segundo intento Enrique tomó sus recaudos y adaptó un texto de Guy de Maupassant, El señor cura, un drama rural , donde el personaje, un ser violento y marginal,  como el yo poético de la Canción desesperada, se pregunta sintiéndose abandonado por aquel que irónicamente es su verdadero padre " ¿ por qué señor esta maldición a mi edad? ¿ este es el pago a mis 25 años de santidad y de calma...?".
A este drama le siguió Día feriado (1920), estrenada por la compañía de Blanca Podestá en el Teatro Marconi. La obra reproducía sin mucha originalidad las horas de Bohemia de la calle Rioja: un grupo de amigos comparte una vivienda en un barrio de Buenos Aires, y cuando el protagonista se entera de que su novia lo engaña y lo abandona para irse a Chile con otro, encuentra consuelo en la camaradería para la traición de la mujer; el ambiente bohemio es la familia sustituta que remedia los males del corazón,  y hasta se permite dirigir hacia ella una mirada comprensiva. Como en los tangos discepolianos el verdadero protagonista es el desengaño, sufrido por él pero también por ella, que después de haber sido engañada por muchos ya no cree en ninguno. No hay culpables, excepto las ilusiones.
Avalado por un moderado éxito y mientras continuaba su carrera actoral, Enrique estrena en 1921 El hombre solo, donde el protagonista se sacrifica simulando una relación falsa con una prostituta para “salvar” de él a la joven de la familia que lo ha acogido como a un hijo y entregándola así al pretendiente rico que seguramente la "haría feliz" . Se queda más solo que nunca y como en las Memorias del subsuelo de Dostoievski, humillándose humilla a los demás , cargando con el secreto de su inconfesable renunciamiento. Lo mismo hará años más tarde el atormentado personaje del tango Confesión: “Fue a conciencia pura que perdí tu amor/ nada más que por salvarte...”.
 Mientras, la carrera de Armando continuaba orientándose cada vez más hacia el grotesco llamado después canónico por los especialistas, y que constituye el punto más álgido de encuentro-desencuentro entre los dos hermanos, aunque no haya sido ése el motivo verdadero del distanciamiento. En  El vértigo (1919), el antiguo “borrachito”, el marginal derrotado, se llama Silvestre y su grotesco se comprueba en lo gestual subrayado en las acotaciones. “Silvestre espanta una mosca que lo fastidia”, “con ese ademán tan italiano que se acompaña con un chasquido de la lengua” o “dejándose deslizar el sombrero sobre los ojos”. Dice Viñas que “el borrachito del coro se adelanta hacia la zona protagónica, y de coreuta se transforma en vocero”. Además, instala el tema de la fractura generacional y la polémica entre hermanos, que bastante después será central en Relojero , el enfrentamiento entre el débil y el fuerte y en definitiva él confinamiento de los valores a la polaridad lo económico, lo moral como no compatibles.
Con Mustafá (1921) se acelera el proceso de interiorización de la situación grotesca “sufre una extraña pesadumbre que lo doblega, lo achica”, dicen las acotaciones. “Mustafá cae de rodillas, pone su frente en el suelo y perjura. Hay algo de demencia en él. No se sabe si es la alegría de haber ganado o el miedo a quien negó la ganancia”. La figura, al despegarse del sainete tradicional, impregna el contorno.
“La utilización esta vez acentuada del cocoliche del sainete, caricaturiza el escándalo de la imposibilidad de comunicación, hablar es un contratiempo que denuncia desde lo ridículo la unidad social pregonada por el discurso oficial sobre la inmigración. La debilidad y la fortaleza se traslucen  en la pareja compuesta por el fracasado y el triunfante por la mayor o menor destreza en el uso del español”(Viñas, op. cit.).
Los cambios artísticos y cierta mejora económica fueron acompañados por una nueva mudanza del grupo familiar , que esta vez se instaló en el centro, la zona de los grandes teatros, Corrientes al 2500, cerca de las fuentes de trabajo y cerca de El Tropezón, el café restaurante donde se reunía la farándula de entonces , donde Armando era una figura querida y respetada y donde el recién iniciado Enrique comenzó a ocupar un papel protagónico. Enseguida reveló su locuacidad, mientras el mayor inspiraba respeto con sus silencios sugerentes y un repertorio de gestos que parecían extraídos de sus obras de teatro. “Discepolín todo exuberante de efusividad; su hermano mayor, un taciturno”, describiría así el contraste Edmundo Guibourg. “Enrique era más predecible. Los cambios en Armando, coronados por una sonrisa leve que suavizaba su rostro, marcaban cortes bruscos. Los dos parecían poner en escena una obra oportunamente ensayada para ser exhibida en El Tropezón. El filosofar cotidiano de Enrique, atemperado en aquellos años, tenía un parentesco muy cercano con el de Armando si bien los estilos eran diferentes”. Según Guibourg, Armando siempre con aire de trascendencia, solía romper un silencio enigmático para hablar en forma desbocada. Era un maestro en “hacer coherentes parrafadas que trazaban espirales hacia lontanas digresiones, densas de un filosofar que yo llamo metafísica de attelier de artista plástico” . “ Armando ocupaba con decisión y autoridad el lugar del intelectual: la máscara estaba sólidamente adherida al rostro.
Para Enrique en cambio , las cosas no serían tan claras; ya por entonces empezaba a definirse tímidamente, una relación un tanto conflictiva con el campo intelectual argentino. Poco después, con la irrupción del tango, esa tensión aumentaría.”(Pujol, op. cit.)
En 1923 hubo un acontecimiento en el teatro argentino: se estrena Mateo,  la primera obra denominada genéricamente grotesco, un grotesco asainetado para Pellettieri, proveniente del sainete reflexivo ( donde el motor de la acción  era la honra social). Aquí, en Mateo,  la figura central, el cochero don Miguel, resulta alcanzada por el entorno , lo penetra, se le mete adentro, se huele, lo impregna, lo sofoca. El personaje responde con quejas, se autocompadece. Los gestos y vestimenta lo vuelven ridículo para el público pero todavía no para los otros personajes porque “el viejo despista”, se disfraza, se “cierra como una ostra” rumiando palabras .
En el proceso coloquial de interiorización que señala Viñas, sostiene las primeras conversaciones con animales, en este caso el caballo Mateo que da nombre a la obra.: “Mateo, ¿ no me quiere mirar? ...soy yo... yo mismo ¿ Qué hacemo ? Robamo. Usté e yo somo dos ladrone (...) ¿ no lo quiere creer? Yo tampoco. Parece mentira.¿ No estaremo soñando?” La vida como un absurdo del que ni siquiera tenemos prueba material confiable; la  realidad como una vana ilusión prefabricada por el hombre; la crisis de la conciencia objetiva y la pluralidad del yo enmascaradas en la escena; todas notas distintivas de la obra de Pirandello, habían entrado en Buenos Aires y la mayor apuesta filosófica y técnica de la época para el teatro argentino no fue por cierto ajena a esa nueva forma de representación dramática. Si bien Armando lo negara “Pirandello no tiene nada que ver conmigo ni yo lo había leído cuando hice esas obras” como también negara la influencia de los autores rusos, y solamente admitiera ser heredero de la tradición napolitana , sin dar nombres, es evidente que tanto él como su hermano Enrique siguieron de cerca el estreno de Seis personajes en busca de autor en 1923 por la compañía de Darío Nicodemi y luego durante toda la década, la avanzada teatral ríoplatense ya no se conformaría con representar la vida en el teatro, había que asumir que ella misma es una de las formas posibles de la representación.
La obra se estrenó en el teatro Nacional , por la compañía de Pascual Carcavallo. Enrique , que fue testigo de su génesis y su realización, quedó admirado por la maestría de Armando para reproducir los giros idiomáticos de la calle y provocar con el lenguaje verdaderos golpes teatrales. La tensión de los diálogos, la fuerza expresiva del cocoliche de aquellos italianos desesperados tratando de alcanzar las migajas del sueño americano, era la fuerza misma del lenguaje en acción.
La polémica entre la moral rígida ligada a la pobreza y la complaciente que le demanda “entrar” para salir de pobre, se traduce en el maniqueísmo irónico de llamarse Mefestoffele y San Mequele Arcángelo para finalmente transigir. Porque Miguel y Severino, hermanos o compadres, cochero y funebrero,  inmigrantes ambos y de la misma procedencia, se identifican en el fondo como las partes más débil y más fuerte de un mismo cuerpo: “brazo mío, no me tientes, no vaciles”, de ahí el miedo a la figura del otro: “Severino andate”, la agresividad y la violencia del conjuro.
Si lo grotesco era la risa desencajada que provocaban las desdichas de hombres devenidos en títeres del destino, Mateo era un digno representante de esa estética. A partir de esa interiorización - exteriorización de lo caricaturesco  se funde un fuerte patetismo que muestra las tensiones del yo protagonista debatiéndose entre el deber social de no robar y el deber moral de mantener a su familia. La mirada final del desenlace tendiente a restablecer el orden, concreta una de las diferencias fundamentales con el grotesco posterior (El Organito, Stéfano, Relojero) que ya no permitirá la intervención de la justicia poética distribuyendo premios y castigos.
Después de aquella experiencia conmovedora, Enrique, que venía de estrenar una comedia reidera como Páselo cabo, ya no se sintió satisfecho con ella , ni menos con la concepción dramática e ideológica que lo había inspirado. El pesimismo metafísico del grotesco lo había absorbido completamente. Se seguía sintiendo anarquista pero el grotesco era una forma especial del naturalismo que Enrique andaba buscando, y las palabras de Pirandello, devoradas en lecturas veloces y repetidas en charlas  pasajeras, le sonaron más convincentes que nunca: a través de lo propiamente cómico volvemos a encontrar el sentimiento de lo contrario”.
En ese año y en el siguiente, tuvieron lugar los estrenos de las últimas piezas en colaboración que escribiría Armando, como Giacomo, Babilonia y Muñeca, durante plena vigencia de la estructura pirandelliana. Pellettieri hace un estudio de esta última, donde demuestra su intertextualidad manifiesta con el grotessco italiano.
Entre 1923 y 1924 Enrique concentraría sus mejores energías en la elaboración de El Organito, la única obra, el único grotesco que firman los dos hermanos. Ante la polémica posterior, y la afirmación de Tania sobre la autoría única de Enrique, Pujol dice que es muy posible que la pieza haya sido obra exclusiva de Enrique. Una lectura atenta de los originales, una serie de oportunos consejos y un par de correcciones habrían sido los aportes del Discépolo consagrado. Ahora bien, el crédito  podría ser mayor si se considera la influencia decisiva que este tenía no sólo sobre Enrique sino sobre la mayoría de los autores teatrales de los años 20. Toda marca de grotesco remitía ya inmediatamente a las piezas de Armando Discépolo.
Para Enrique la coautoría de El organito le significó el aval de su hermano y del público que así asistiría al auténtico nacimiento de un escritor de teatro. El estreno en El Nacional fue celebrado por la crítica como uno de los puntos más altos del grotesco ríoplatense; esa noche, los hermanos fueron aclamados en el escenario durante largos minutos. Armando levantó la mano pidiendo silencio, para improvisar un breve discurso de agradecimiento a los actores Juan Margiante, Olinda Bozán, Rosa Catá, mientras Enrique muerto de miedo ante la situación inesperada, solo atinaba a recordar los últimos días de Marcelo Peyret, el escritor romántico de novelas sentimentales, a cuya memoria estaba dedicada la obra.
Unos meses antes los hermanos lo habían visto morir de tuberculosis en un hospital de Córdoba. Alguna vez Enrique recordaría que esa visita le inspiró Esta noche me emborracho.
Ahora se empezaría a conocer y valorar el propio ritmo verbal de Enrique, su capacidad para crear diálogos agudos, de tensión dramática, y el primero en hacerlo fue Armando, que en cambio resolvía con más talento los problemas formales de una obra y los detalles de su estructura interna.
La terrible historia del organillero Saverio y su familia era de una violencia pocas veces vista en el teatro argentino: los  hijos rebelándose contra un padre miserable que los ha criado al margen de todo principio ético, y que no vacila en estrujar  a la cotorra porque está muy vieja y ya no sirve. La escenografía y el vestuario ponían al descubierto el lado oscuro de Buenos Aires: camas pobres en una cochera ruinosa transformada en habitación; un suburbio sórdido, ropa vieja “pechada” que apenas cubría cuerpos mal alimentados. Visión desalentadora de la vida urbana incompatible con la voz nostalgiosa de los tangos típicos . Parlamentos breves, contundentes, acciones bruscas , gestos agresivos, muecas y risas desencajadas, ademanes despreciativos, y el lenguaje carcelario expresando una moral de resentimiento y amargura.
La vida social animalizada, los hombres como fieras sin memoria ni redención. Algo de Yira.. Yira... y Cambalache ya estaban presentes en El Organito.
El drama en el tango
Precisamente,  poco antes de ese estreno memorable, Enrique había descubierto el mundo del tango, se había dado cuenta que teatro y música no eran cosas contrapuestas. Talvez era probable que la canción, en especial el tango, tuvieran una dimensión teatral todavía poco explorada. Las amistades constituían un reservóreo de historias de vida a las que algún homenaje había que rendir. Esas historias eran verdaderas ventanas al mundo, cristales que transparentaban la condición humana. Podía filosofar en pocas palabras, mezclando las vivencias de los otros con los propios sentimientos.
Oyente selectivo, Enrique empezó a prestar atención a las letras de los tangos, la versión de Mano a mano cantada por Gardel profundizaba la línea abierta por Contursi y penetraba aún más en el uso del lunfardo.  La intensidad dramática no esperaba, como en el teatro, al desarrollo de la situación, sino que comprometía al oyente desde el comienzo. Enrique pensó que tangos así serían del gusto de Facio Hebequer, llorones y violentos, lanzaban sin piedad el reclamo y rescataban las voces silenciadas, desde una marginalidad de manera escandalosa. Ahora los márgenes de la ciudad se volcaban hacia el centro con algo muy difícil de obtener: una estética propia.
Las palabras ponían en tensión los diferentes niveles lingüísticos en ese campo de permanente conflicto en que lidiaban las formas cultas contra un vendaval de términos populares, francamente marginales. Este ascenso ya indiscutible del tango le hacía entrever un futuro de posibilidades musicales y también literarias.
Todo podía decirse en tres minutos, si sabía versificar pensando las historias musicalmente. La música conducía el discurso poético, que a su vez ponía en escena la vida como cosa extraña y sorprendente. “Escribo tangos porque me atrae su ritmo- confiesa a la Revista Comedia en 1929- lo  siento con la intensidad de muy pocas otras cosas. Su síntesis es un desafío que me provoca y que yo acepto complacido, aún a riesgo de los malos ratos que paso gestándolos. ! Decir tantas cosas en tan corto espacio! !Qué difícil y qué lindo! Me subyuga esa lucha. Dicen que sacrifico la línea melódica en homenaje a la letra, y están en un error. Yo rompo de intento la imagen musical trazada. Me lo exige una necesidad. Quiero que la música diga lo que luego aclararán aún más las palabras.”
Después de un frustrado intento con el tango Bizcochito, Enrique insistió nuevamente con Qué vachaché pero evidentemente 1926 no era su año de suerte. Después del suceso de El organito , se encontraba tironeado desde dos mundos. Buscó consejos en Armando pero solo halló reprobación. ¿ Por qué escribir tangos si la asociación de los Discépolo auguraba un porvenir exitoso sin renunciar a la calidad artística?
Armando nunca entendería el interés de Enrique por la música popular. Una cosa era escucharla, incluirla en los sainetes y grotescos como ambientación sonora, o bailarlo en un cabaret  después de cosechar aplausos en el teatro y otra escribir tangos como un trabajo serio, ni menos como actividad principal. Y Enrique... analfabeto musical y poeta inédito pretendía suspender sus compromisos actorales y la escritura teatral para consagrarse al tango. No parecía razonable. Armando sabía que el teatro no era un oficio fácil ; él mismo, con una decena de piezas, padecía los sinsabores y los altibajos de una profesión completamente desprotegida desde el punto de vista legal, pero era ingenuo pensar que la vida de un autor de tangos fuera la panacea. Sin embargo, lo consolaba saber que Enrique nunca abandonaría del todo lo que todos pensaban que mejor sabía hacer: actuar; y por otra parte,  su hermano no era el único joven culto que mostraba en esos momentos tal inclinación: el hijo de su amigo José González Castillo, Cátulo,  acababa de realizar la misma elección, ¿ en qué habían fallado como padres? ¿ No habría entendido Enrique que la vida bohemia solo se justificaba si se aspiraba a la alta cultura de los libros y los escenarios?
Enrique parecía convencido; Qué vachaché se estrenó en Montevideo y fue abucheado por el público, cualquiera hubiera huido despavorido hacia otros rumbos, pero él insistió “Yo francamente pensaba que el tango estaba bien. Que estaba clara su intención y su sentido... En el público al principio, fue como una sensación de incomodidad. Luego empezaron los cuchicheos en la platea... por ahí descendió de la galería algún comentario. Y empezó a temblar la tierra. El público no entendía aquello y cuando algo no se entiende, se rechaza. Para el público aquello no era un tango ” (declaraciones de Enrique al periodista Blixen Ramírez).
Para 1927, el gran creador de los tangos de la década siguiente, empezaba a sentir que el fantasma de la frustración lo visitaba con regularidad. Para colmos, castigados por una economía inestable, tuvieron que abandonar el departamento del centro y mudarse a una vivienda humilde en el barrio de Floresta. La vida de los autores nunca estaba asegurada y la situación de los actores no era más alentadora. Eran tiempos difíciles “con charquitos traicioneros en las noches de lluvia”- relataría Enrique- “a tres kilómetros de los bares y teatros (ya entre Once y Parque Patricios), de las tertulias de El Tropezón. Según contaría Enrique Yira...Yira ...nació en esa circunstancia, si bien tomara forma definitiva tres años más tarde: “no se produjo en medio de un gran dolor, sino con el recuerdo de ese dolor”.
Stefano conmovió al público porteño casi tanto como el triunfo electoral de Hipólito Yrigoyen. El Gran Discépolo volvió a estrenar un grotesco memorable, quizá el mejor, encarnando Luis Arata a ese Santo apenas camuflado con las ropas de la ficción.  
Stefano es un drama de personaje , como en la tradición que proviene de la gauchesca de Juan Moreira y el sainete criollo, es el antihéroe que estructura la acción: la inestabilidad emotiva del protagonista, su confusión, nota distintiva, es lo que importa en la trama. El conflicto del protagonista con su entorno social y con su familia hace que la palabra se convierta en acción. En el encuentro personal entre Stéfano y su padre Alfonso, los códigos presupuestos del discurso están borrados. No existe una valoración común entre los personajes; la tensa polifonía de un mundo de razones que luchan entre sí, siembra en el espectador la misma confusión: en el fondo los dos tienen razón. En Stefano vuelven a chocar, como en Mateo, el representante del pasado y del presente (su hijo Esteban). Hacia el final, cuando Stefano agrede a los miembros de su familia , en un momento dado los parodia, mimando sus discursos y sus gestos, mientras se burla de su pasado dedicado a vivir para ellos y para su proyecto creador. Solo en la muerte encontrará la purificación.
No es difícil ver en la familia de Stefano el paradigma de una sociedad que ha caído en el aislamiento de sus miembros, donde la capacidad de comunicación con el exterior es precaria. Aislamiento, subjetividad y pesimismo son las notas semánticas distintivas del grotesco criollo como lo serán en la mayoría de los tangos de Discepolín.
Enrique sintió como propias muchas expresiones del nuevo personaje de Armando; talvez algunas de ellas las había vertido él mismo en el aguantadero de Floresta: “la fama está en una página.. ma... hay que escribirla, tormento mío...” La mediocridad de Pastore se inscribía en la inmoralidad denunciada en Qué vachaché, y cierta resignación final ponía al descubierto las bajezas del mundo: “No sé qué sabor pruebo de ser combatido, de ser derrotado. Caer me parece triunfar en este ambiente. ..E como si me vengara del que pisotea...”.
El triunfo y el distanciamiento 
“Con Esta noche me emborracho aparece Enrique Santos Discépolo en mi repertorio y en mi vida.” así declara Tania en sus Memorias  Discepolín y yo .El la había invitado poco después a verlo actuar en el reparto de Mustafá en el teatro Cómico. “Nunca había visto un sainete argentino y el cuadro de miseria que se desarrollaba en el escenario me decepcionó.” “Después de la función nos encontramos en el camarín , donde conocí a Armando, muy seriote, creo que sorprendido de mi desenfado”. A los pocos meses, Tania y Enrique unieron sus vidas y se fueron a vivir a un  departamento de la calle Cangallo 1757. “Hecho notorio- dice Tania- nuestra unión fue la chispa de las primeras discrepancias de Enrique con Armando. Severo, autoritario, inapelable, Armando  continuaba en el vínculo fraternal la dictadura que solía ejercer en el teatro. Yo abrí una fisura.
En los ensayos, en las tertulias, en cada ocasión, Armando pontificaba sin encontrar opositores. Mis improntas verbales, que no pretendían el duelo intelectual, le debilitaban la estantería ”(pg. 39).  Y más adelante, en otra referencia más explícita agrega: "Sobre las relaciones de Armando y Enrique han circulado las más antojadizas versiones, entre las cuales no faltó la que me atañe como rata cruel que los hubiera azuzado . No es cierto. Quiero poner las cosas en claro. Nunca falté el respeto a Armando ni traté de poner obstáculos en el respeto y el cariño que, me consta, le tuvo Enrique .Reconozco en cambio que nunca hice cola entre los corifeos de Armando... Al principio me pareció que mis reacciones lo divertían. A poco no fue así. Debió creer que yo ejercía  una influencia decisiva sobre Enrique y que la usé para sustraerlo de su influencia. Su autoritarismo sobre el hermano menor no era invención mía y tampoco mi descubrimiento. Me consta que una vez se lo echó en cara nada menos que Blanca Podestá. Si Enrique se alejó de Armando no habrá sido por mí sino que tenía alas propias para volar y hacer lo suyo. Suponer lo contrario sería hacerle flaco favor a Chachi, entreviendo en él un débil carácter que pasa del rigor de un hermano al rigor de una mujer. Por otra parte, me uní a Enrique en 1927 y hasta muchos años después tuvimos con Armando quehaceres teatrales en común. 
El distanciamiento de los hermanos sucedió recién en 1947. Nunca supe el porqué. Enrique no me lo dijo ni yo se lo pregunté. Con la conciencia tranquila puedo decir ahora que Armando fue injusto con Enrique y no le reconoció la ayuda económica que supo darle para caprichos personales o quijotadas teatrales. Enrique procedió de otra manera, recordando en reportajes y en cuantas ocasiones públicas se le dieron, cómo a través de  Armando él había ingresado en el mundo de la farándula” (pgs. 52-53).
Sin embargo, Armando habría dado suficientes testimonios públicos, ya sea en el Tropezón o en La Terraza del Edelwais, en reuniones con numerosos amigos, de su rechazo hacia Tania, a veces explícito, o expresado sutilmente con silencios o pequeños gestos de censura. Para Armando, Tania era un error de Enrique , que se había dejado seducir por la cancionista porque era débil, hasta daba interpretaciones psicologistas sobre la atracción que había ejercido Tania como vampiresa y madre al mismo tiempo. Había detectado también los afanes monetarios de la toledana, que ella no niega, pero que lo atribuye a que así estaban repartidos los roles en la pareja. Por otra parte, si realmente le hubiera interesado el dinero, Enrique no hubiera sido precisamente el mejor partido en esa época.
Enrique discutió más de una vez por su mujer, tratando de mediar entre esos dos afectos enfrentados. En los varios  proyectos conjuntos, estas tensiones le provocaron  disgustos y discusiones vividos con bastante angustia. Su rebelión inconclusa contra los mandatos de Armando habían llegado a una edad en la que ya no se puede ceder con facilidad.  La llegada de la familia de Tania a Buenos Aires, incluida su hija que luego sería Choly Mur,  no hizo sino acentuar los celos del hermano. No solo había abandonado el hogar de los Discépolo, sino que había  acogido con cariño y entusiasmo a los valencianos, adoptando una nueva familia que sobre todo, lo había adoptado a él.
Cuando a mediados de los 30 Armando hizo pública su relación con la actriz Aída Sportelli, Enrique estrechó más sus lazos con la familia de Tania. Acaso nunca le perdonó a su hermano haber abandonado a Teresa.” El fuego cruzado entre los hermanos tuvo en sus respectivas mujeres una forma oblicua de agresión. Si bien la admiración de Enrique por  Armando no desapareció, las heridas nunca cerraron completamente”(Pujol, op. cit.).
En los años siguientes los éxitos se sucedieron para ambos hermanos, especialmente para Enrique que logró imponerse como compositor de tangos, muchos de ellos incluidos en espectáculos que él mismo dirigía, ponía en escena o escribía parlamentos, como Caramelos surtidos, donde presentó Qué sapa señor , o Mis Canciones 1932, que sirviera para el lanzamiento de Secreto .
La famosa adaptación Wunder Bar, de Herzog y Farkas, tantas veces repuesta con la misma aceptación, merece siempre una mención especial cuando se habla de los Discépolo; la estrenó la Compañía Grandes Espectáculos Musicales de Armando y Enrique Santos Discépolo en el Cine-Teatro Monumental, Armando la dirigía y Enrique era el Sr. Wunder; muchos opinan que Discepolín realmente lo era y él mismo lo corrobora: “si Wunder escribiera tangos, los haría muy parecidos a los míos”, recuerda Tania que solía decir Enrique. Con su extravagante indumentaria de excéntrico factotum de un lujoso cabaret, donde se tejen intrigas y naufragan ilusiones, encarnaba la múltiple y nerviosa personalidad de aquel estrafalario personaje, (chaplinesco, diría Tania) haciendo estrategias entre un inverosímil cúmulo de pasiones encontradas, artífice de un absurdo emporio de alegrías efímeras como las burbujas del champan que con la música y las luces disimulaban la realidad trágica de la vida, que él mismo compartía con su sensibilidad de gran actor. Wunder, en la versión de Armando y Enrique, aspiró a la máxima sinceridad posible dentro de la convención teatral. Se sinceraba en lo que decía pero también en el trasfondo actoral de su propia existencia. 
El cabaret era uno de los sitios más auténticos que se podía encontrar en una sociedad inauténtica. Allí todos tocaban fondo, como en los últimos actos de las obras de Armando , las últimas máscaras ya habían caído o estaban a punto de hacerlo; la obra era portadora de una crítica social y cultural bastante inquietante. La puesta en escena concebida por Armando fue toda una provocación. Parte de la escena transcurría en los pasillos laterales donde se habían emplazado mesas y sillas como las de un cabaret, los actores hacían mutis por la platea y el público quedaba físicamente involucrado en la obra. El tango no estuvo ausente en el local de Mr. Wunder: Tania entonó Secreto que ya era un éxito discográfico, recreó Melodía de arrabal de Battistela y estrenó Tres esperanzas.
Enrique y Tania hicieron muchos viajes, llevaron el tango y el espectáculo a Europa y a toda América Latina. Los mejores cantantes y músicos de la época fueron sus intérpretes.
 En 1934 se cerró el ciclo autoral para Armando con su último magistral grotesco, Relojero. Luego solamente se dedicaría a la dirección teatral, talvez entendiera que para el público argentino,  su horizonte de expectativas empezaban a ser otras.
El cine también aguardó por los hermanos Discépolo y encontró en Enrique terreno fértil para esa aventura, desde sus apuestas actorales en Mateo en 1936, hasta El Hincha en 1951, pasando por las películas que dirigiera y actuara al mismo tiempo y a veces hasta escribiera también los guiones. Armando en cambio solamente accedió una sola vez y el fracaso lo alejó definitivamente; se trató de En la luz de una estrella, donde los dos hermanos por última vez trabajaron en común para hacer el libreto.
En ese año Armando frecuentó el chalet de La Lucila donde vivían Tania y Enrique. Allí Armando juzgaría la relación de la pareja con la misma severidad de siempre. No sin crueldad hizo referencias a cierto asunto amoroso de su cuñada, y hasta llegó a decir que escribiría un grotesco inspirado en los amoríos de Tania. Enrique respondió con el silencio del hijo que acepta la jerarquía del padre, talvez entendía que en aquellas palabras duras afloraba la preocupación de quien quería hacerlo reaccionar.
Fiel a los códigos del teatro Armando había encontrado en la radio una prolongación de la escena, pero el lenguaje del cine era otra cosa. Dependía de una estructura económica que no podía dominar. Enrique también se quejaría de los estropicios que hacían los productores con las buenas ideas artísticas. Pero para el inicio de la década de los 40 el cine parecía ser el futuro de la creación.
Acerca del distanciamiento y de la polémica
“Soy un hombre que cuando hablo de mí mismo tengo la sensación de recordar cosas de una novela.. Es como si hablara de otro hombre... Sé que no tengo pasado... No hice nada.. Absolutamente nada... pero sé que tengo un porvenir...” (Armando en declaraciones a la Revista Cine Argentino).Y otras veces solía decir enigmáticamente “Yo soy muchas personas...” Eran términos bastante similares a los empleados por Enrique para definirse a sí mismo. Sin duda Enrique y Armando compartían el mismo extrañamiento existencial y lo trataban de exorcizar a través de la creación.
¿ Cuál fue la verdadera causa del distanciamiento?  ¿Quién es el verdadero autor del grotesco criollo? 
Dos preguntas que podrían estar ligadas pero lo más probable es que no sea así. Como ya hiciéramos referencia, hubo un distanciamiento bastante visible a partir de la unión de Discepolín con Tania, si bien los hermanos siguieron vinculados por mucho tiempo más inclusive laboralmente y los roces parecían tener que ver sobre todo con esa relación, a lo que se sumara el rechazo de Armando hacia la nueva faceta asumida por Enrique como autor de tango, la cual en cierto modo desplazara la de hombre de teatro o por lo menos la de autor de teatro. Acerca del distanciamiento definitivo, que ocurre en el 47, nada se sabe.
A lo mejor hubiera sido posible pensar que la adhesión de Discepolín al peronismo mientras Armando se mantenía entre los más acérrimos opositores podría haber profundizado las distancias, pero sostenerlo como la causa desencadenante sería muy aventurado, ya que Enrique no había tomado para entonces ninguna posición pública en ese aspecto si bien conocía y estimaba a Perón desde hacía bastante tiempo. Hay otra hipótesis, también íntima, que se me ocurrió atando cabos entre las circunstancias biográficas y las referencias cruzadas. Aparentemente en el 46 Enrique mantuvo una relación amorosa importante en México, donde convivió con la periodista Raquel Alicia Díaz de León, y su “debilidad frente a Tania” que Armando tanto le reprochara, quedó demostrada nuevamente, al abandonar  a la mexicana cuando Tania lo va a buscar, probablemente más movilizada por la posibilidad de dejar de ser “la mujer de Discépolo” que por el temor natural de perder al hombre que amaba.
De aquella separación fugaz y frustrada, habría nacido un hijo que Discépolín nunca reconoció públicamente pero que recordó con culpa hasta el final de sus días según ciertas versiones. Armando siempre hablaba de la debilidad de Enrique “fracasó en la vida porque tenía una sicología poco masculina”, le dice a N. Galasso en la entrevista del año 65. ¿Habrá habido algún reproche esta vez  más definitivo a raíz de esa situación?  Los Discépolo eran hijos de una familia italiana de principios de siglo, las cosas de familia no se ventilan; también , como en el grotesco la familia es un ámbito cerrado donde el amor mata y el odio  acrecienta la locura, pero los  secretos de la casa se llevan a la tumba.
Y en cuanto a los grotescos, concretamente los que se discuten son sobre todo tres, talvez los más significativos: Mateo, Stéfano y El organito, este último porque habría pertenecido solamente a Enrique. Sobre  este asunto, algunas cosas ya están dichas. Galasso, que da algunos testimonios importantes para apoyar la hipótesis y que deja para los críticos de teatro la tarea de dilucidarlo más fundadamente, no ha encontrado eco suficiente “nadie quiso recoger el guante”, dice él . Por el contrario, autores como Pellettieri en su estudio profundo de la obra de Armando al publicar la producción dramática completa, que abarca tanto las piezas de su única autoría como en colaboración, realiza una exégesis muy prolija de la evolución de las obras desde la provenencia de los diferentes tipos de sainete, sin dejar de lado el naturalismo y las influencias del teatro europeo, y no advierte ningún salto estilístico sino más bien una consecuencia de ese despliegue , en  correspondencia con el horizonte de expectativas del público receptor; por su parte, Pujol, al hacer la biografía de Enrique, reconoce que Armando había terminado su trayectoria autoral en el momento de máximo esplendor de Enrique, (para 1934 aseguraba “haberlo dicho ya todo”) pero agrega, “En cierto modo los Discépolo se complementaron históricamente: los tangos de Enrique, no obstante sus claras diferencias con las piezas de su hermano, habían continuado la exégesis del país en otra clave” (pg. 256)
Armando habría definido al grotesco de manera menos precisa que Enrique , según observa Galasso, en la Historia del Teatro Argentino de Luis Ordaz : “lo serio y lo cómico se suceden o se preceden recíprocamente, y en su aspecto teatral yo definiría lo grotesco como el arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático”. En cambio Enrique habría dado más en el clavo al decir que “grotescas son aquellas obras de forma cómica, pero de fondo serio”. Sus tangos, que él consideraba de esencia dramática, eran en su mayoría así: “ Son de ese género que hemos convenido en llamar grotesco...como Chorra. .." y  añade “Y en el mismo sentido he trabajado en el teatro”( Escritos inéditos, pg. 86). Galasso cree ver un sentido enigmático en esas palabras. Lo mismo cuando declara: “sin estrenar no tengo nada... todo lo que yo he escrito ha sido estrenado, aunque no siempre con mi nombre....”. Pero luego aclara que “a veces, con seudónimo", que no vale la pena aludir a esto y que él ha firmado también algunas escenas que son de sus colaboradores... (Escritos inéditos, pg. 18).
E inmediatamente hace referencias dando como suyas a las obras El Organito y Caramelos surtidos, donde el modelo es la vida misma, trozos de la realidad trasplantados a la escena “ no hay nada más teatral, más diverso, más humano, más serio y más cómico que la vida misma”.
De lo que sí no hay duda en esta polémica , es de la coincidencia de los Discépolo en una misma estética, quizá no la misma poética siempre, y las claves que se bifurcan en algunos  momentos cruciales, sería lo que habría provocado las dudas. Si vamos a lo propiamente estilístico, es evidente que los diálogos de estilo cortado, tartajeante de El organito son más "de Enrique", a quien, precisamente lo que lo había fascinado en el tango era la posibilidad de síntesis: " ! poder contar todo el drama en 3 minutos!" que en definitiva es el poder que tiene la poesía para comprimir en una línea lo que a otras veces necesita de innumerables páginas. Talvez algunos diálogos o monólogos de Mateo o de Stefano sean suyos (es notable el parecido de ciertas escenas de Stefano con las de Blum, su comedia del 49), pero los discursos largos y cargados de ideas sobre la realidad difícilmente podrían atribuírsele.
La representación del fuerte y el débil, a la que también nos hemos referido, y concretamente la repartición de estos roles entre dos hermanos, que ya tenía antecedentes en piezas anteriores, aparece notoriamente en Relojero, casualmente la última obra de Armando, y sobre la que menos dudas habría sobre su total autoría, ya que Enrique estaba ocupado en ese momento en otros menesteres. Esta controversia se reproduce doblemente entre Daniel, el protagonista y su hermano Bautista, donde queda patente la bronca de los celos, la bronca primitiva, irracional y por lo tanto también ridícula: “Por tus rulitos fuiste el mimado y el preferido de todos; por tus rulitos te saliste siempre con la tuya; por tus rulitos te hiciste caprichoso y mandón y jefe insuplantable” (pg. 59). Y entre los hijos de Daniel, Andrés (el que se emborracha) y Lito, con su filosofía del pisoteo: “Si vos no sabés quién sos, ¿ qué culpa tiene nadie de ello? Es un problema personalmente tuyo.” (pg. 83).
En esa obra paradojalmente aparecen todos los temas discepolianos, y todas las virtudes del grotesco, menos las del uso del lunfardo y del lenguaje entrecortado. Pero también es otra realidad social la que representa y otro estadio de evolución de la familia descendiente de inmigrantes.
El fuerte y el débil, los dos personajes de la representación personificados en dos hermanos. Y Enrique era el débil según Armando, pero seguramente no lo era tanto si atendemos a la naturaleza de su obra: hay que ser muy fuerte para poder decir todo el dolor y para poder reírse de sí mismo como él lo hizo.
El autor de teatro siempre se representa y representa a los otros repartiendo roles; la fortaleza y la debilidad van juntas y los mismos personajes no las descubren hasta que los hechos no los ponen frente a la realidad; acaso el reparto de roles ya estuviera hecho de antemano, acaso la complicidad de la representación (recordemos las escenas de El Tropezón) los superara también a ellos. 
Si en  las claves del grotesco están las claves de la filosofía discepoliana , el grotesco es por naturaleza tragicómico , y el desenlace , obligadamente penoso, radica en el “desayuno” del personaje, como decía Enrique: el instante en que la ilusión se destruye irremediablemente. Todo eso les corresponde a ambos o por lo menos a ambas obras.
En la sustancia filosófica del grotesco la verdad está siempre en tela de juicio. En la expresión teatral, a veces surge una verdad pero otras no, y otras veces la obra puede quedar inconclusa porque los personajes no saben si lo que viven es la mentira de la ficción o la verdad de lo real.
“Apague la luz Padre!”-  grita Radamés a un Stefano muerto
El protagonista de Soy un Arlequín soñó que era Jesús salvando a la Magdalena, el de Quien más.. quien menos... se reconoce como“ la mueca de lo que soñamos ser”.
Tanto las mejores obras de Armando como la mayor parte de los tangos de Enrique tienen los atributos que configuran el grotesco ¿ podrán aplicarse las mismas reglas para la realidad de su relación?
Si es lo cómico pero de fondo serio o si es el arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático, la misma tensión es la que vivieron ellos y vive en todas las obras discepolianas: “Tanto dolor que hace reír”.

BIBLIOGRAFIA
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