jueves, 24 de mayo de 2012

Fabián Russo, en concierto.



Russo ha cantado todos los estilos posibles dentro del Tango. Durante casi 30 años ha participado tanto en orquestas como en ensambles pequeños (Sexteto Canyengue, Color Tango, Osvaldo Pugliese, Domingo S. Federico, Quinteto Bailongo, Horacio Ferrer, Mercedes Sosa, Roberto Goyeneche, Eduardo lagos, Patricio Wang, entre otros) incursionando tanto en el repertorio gardeliano como en las obras menos visitadas de Piazzolla y otros renovadores. A lo largo de sus viajes, pasó de ser músico ambulante en calles de ciudades europeas a los grandes escenarios de esas mismas ciudades así como las del Lejano Oriente y Latinoamérica. 
Crecido en la escucha heterogénea de toda la buena música y en la lectura de la mejor poesía, escritor y compositor, todo ese bagaje confluye en un canto original, personal, que lo distingue como creador e intérprete.Las historias que escribe y canta son intemporales, habitan en una tanguidad (eso que hace que sea Tango y no otra cosa) permeable, heterogénea, pero sin perder su singularidad.
Desde el Tango, aquí y ahora, Fabián Russo propone en su obra nuevas posibilidades para el tango-canción con un arte madurado en un camino hecho desde las más profundas raíces del género hacia un futuro que no cesa.

lunes, 14 de mayo de 2012

Juan José Saer: Lisboa






A Jean Paul Caudrec

La persona, parece, sería, como se dice,
una máscara; uno, aquí, que se llamaba, cosa
curiosa, justo así,
multiplicó perfil y verbo, distribuyéndose en ellos,
como piedras o como cartas; rey, sota, caballo y as,
y un solo mazo verdadero. Y, sin embargo,
qué tímida parece ahora su dispersión: la salud
misma más bien: un cuerpo de cuatro caras,
repleto y sólido: que el corral tenga cuatro lados,
y uno solo, circular, da lo mismo, si eso ayuda, ¿no?
a evitar que la bestia anónima,
e infinita también, ¿no es cierto?,
rompa, de golpe, en estampida. La bestia, sí,
que daba, ya, señales de vida, atrás,
mandando a la superficie, de tanto en tanto,
rugidos, latidos, olor animal, el légamo sin fin
de ese pantano, negro, que trabaja, continuo,
y nos muestra, de pronto, que la casa natal,
con sus rincones familiares y con sus voces familiares,
no tenía, ¿cómo era que se dice?, cimientos. No es
ni amiga ni enemiga y el ser, frágil,
que desgarra con sus dientes, había tenido,
hasta ese entonces, una especie de ilusión,
como el chico que en la noche de carnaval,
pretende darle miedo a los demás con su máscara. Ahora está
en lo que podría llamarse ese torbellino,
en vilo entre los belfos de la bestia,
en el centro de su propia oscuridad
                                                    -y cómo
quisiera que, viniendo despacio, como antes, desde la cocina,
desde el patio, en la noche cítrica, una mano,
materna o familiar, es decir, de dedos conocidos,
en el viejo sentido, anterior a la explosión,
a esta deriva sin dirección y sin bordes,
encendiera, por fin, la luz,
del cuarto sin lujo, austero,
con, apenas, lo necesario para reconocer
el honor y la constancia de lo que es,
lo que es en su seguir siendo,
mesa, jarra, botella, ventana y paraíso.

No en tanto que la máscara
sino leal en su simplicidad

borde
        abandono
                      y transparencia



En El arte de narrar. Poemas
Buenos Aires, Planeta, 2000

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