Armando y Enrique: Entre el dolor y la risa
por Graciela Torrecillas
" - Vos no te imaginás qué enemigo es ése (Por el espejo). Mirame.
Ese no soy yo es otro; que está ahí siempre, espantoso (Ríe mirando su
mueca) Me suplanta para que me repudien. Miralo. (Ríe)¿ Soy yo?...No .
Estoy condenado a un tormento infernal. A no reconocerme...."-
Dice Anselmo, personaje de Muñeca (1923)
“Amigos tengo muchos, pero so todas personas decente: no tiene
ninguno un centavo”... E muy difíchile ser honesto e pasarla bien. Hay
que entrare amigo! Si, yo comprendo : sería lindo tenere plata e ser un
galantuomo, caminare co la frente alta e tenere la familia gorda. Sí,
sería muy lindo agarrare el chancho e lo veinte.! Ya lo creo! Pero la
vida e triste, mi querido colega, e hay que entrare o reventar”.
Dice Miguel en Mateo(1924)
“Porque vos lo único que has hecho es confiar en todos los que te
hunden y perdonar a todos menos a los que te quieren . Porque sos
siempre el último. Porque te vas a morir mordiéndote los puños.”
- le dice a Stéfano su mujer Margarita (1928)
“Te debo todo lo que te he prometido cuando creía yegar a ser un
rey y te ofrecí una corona de oro mientras te apretaba esta , de
espinas, que te yena de sangre. Mira esta mano que yo soñaba cubierta de
briyante con olore a alcaucile”-, le contesta Stéfano a Margarita , la
sufriente testigo de su fracaso.
“Cuando pendiente de un moto tuyo te rodeen todos los que te aman e
tu hayas puesto en cada uno un amor , sabrás qué dura es la soledad...”
“La gente se caía al agua como bichos. Se caían, caían. Alguno
flotaba, otros se daba vuelta y se hundían dejando globito. Cuando el
mar estaba yeno yeno, yo me embadurné todo el cuerpo de goma ... Y me
tiré. La gente se pegó a la goma. Yo me hice grande, grande con todos
pegados. Entonces el mar se secó y yo caminado los salvé a todos... Se
fueron todos corriendo sin darse vuelta” Dice Radamés, el hijo idiota de
Stefano.
“Ustedes se piensan que gano esta sucia plata dando vuelta al
manubrio. La gano dando vuelta al alma. Se vive rodeado de púa y hay que
curtir el cuero.. . Cuando sepan quí es la gente se van a recordar de
mí... Tenía razón aquel estúpido. Sí macanuda la gente... Una noche sen
comida, sen techo, a la caye, con osté en este brazo e Florinda al pecho
de la madre, no encontramo un cristiano que creyese en Dios. La gente
pasaba corriendo sen mirar mi mano. Morite... morite co tu hijo... La
gente... Aqueya noche supe hasta qué punto somo todo hermano, aquella
noche hice el juramento. Saverio nunca más pide por hambre. Saverio
sacále a la gente el alma gota a gota...”, dice el viejo Saverio de El
Organito.
“Siempre así. Es un símbolo este (al acariciar a su mujer le mete
un dedo en el ojo). Sólo hago daño a los que quiero”, dice Stéfano.
“Qué gana le tengo a ese florero. Siempre le tuve gana. Hace doce
año que lo veo. Siempre ayí, nel medio, esperando qué. Es mucho. Le he
tenido más lástima que a un hijo” Idéntica situación en Stéfano de Armando y en Blum, de Enrique (1944).
“Ya no tengo qué cantar . El canto se ha perdido. Se lo han
llevado. Lo puse a un pan y me lo han comido. Me he dado en tantos
pedazos que ahora que me busco no me encuentro”. “Lo que no comprendo es
qué voy a hacer ahora con todo este dolor que me sobra”, palabras de
Stéfano
“Revolcados pero limpios (se mira) ! Qué mariscal de corso!
Ignoraba que los enemigos de verdad son invisibles. Cuando llegás a
verlos ya te han vencido, te han saqueao, te han hecho prisionero, comés
su guiso y marcás su paso y vos mismo ya sos uno de ellos. Yo soy uno
de tus enemigos invisibles”, le dice Daniel a su mujer, Irene, en
Relojero (1934).
“¿No ve que es falsa, no ve que es ilusoria? ¿No ve que esta vieja
decencia suya ha debido contar siempre con la paciencia ajena?”, dice
Nené, la hija del Relojero mientras su hermano Lito pregona que “el
mundo está lleno de generosos inútiles y de heroicos inservibles que,
insatisfechos, claman premio. Así andamos endeudados unos con otros sin
debernos más que sinsabores y confusión”
A tal punto llega la identidad de los temas, los giros, las
palabras, el sentido, que haciendo una encuesta con gente de la noche
porteña, algunos se sonreían con ironía porque sabían que correspondían a
obras de Armando y otros afirmaban con entusiasmo que eran de Enrique
aunque no supieran dónde lo habría dicho.
Esto lo declara Norberto Galasso en El grotesco: una polémica inevitable, que agrega a los Escritos inéditos de Enrique Santos Discépolo cuando los publicara en 1986.
Por supuesto va trazando los paralelos uno a uno con los tangos como Qué vachaché, Yira... yira...,o Soy un arlequín ..o Cambalache....y
no resultaría difícil agregar muchas otras citas y muchas otras
comparaciones. De hecho algunas corresponden a mi búsqueda personal y
daría para todo un trabajo completo una indagación exhaustiva de tales
correspondencias.
Prefiero ahora, antes de entrar en la polémica “a posteriori” sobre
las coincidencias, plagios, co-autorías, o autorías usurpadas, situarme
en el universo más amigable de las intimidad compartida de lenguajes ,
de estéticas , de testimonios que abarcan a estas dos producciones
talvez las más representativas de la dramaturgia nacional y de la
poesía popular de las primeras décadas de nuestro siglo.
La armonía perdida
A principios de siglo el hogar de los Discépolo estaba en Once de
Septiembre , cuando todavía no era un barrio mítico de Buenos Aires, si
bien tenía alguna fisonomía particular por todos conocida como la
esquina de Rivadavia y Paso donde se ubicaba el teatro Marconi, la vieja
parroquia de Balvanera , escenario de la política caudillesca anterior a
la ley Sáenz Peña, el mercado fundado por David Spinetto en 1894. Las
dos líneas de tranvía habían llegado al barrio uniendo así el centro con
el oeste más próximo.
Era un caserón ubicado en Paso 113, con patio de baldosas rojas,
parrales, flores y animales domésticos.En la esquina de la casa había
cuarteadores para subir la barraca. Aquella vivienda habría sido del
agrado de los abuelos napolitanos , padres del jefe de familia, Santo :
llegado a América treinta años antes, para tomar distancia de un
desengaño amoroso, y dedicado desde entonces al ejercicio de su
profesión de músico, título y pericia obtenidos con honores en el Real
Conservatorio de Nápoles , esto le había permitido integrar al poco
tiempo calificados conjuntos orquestales que actuaran en los teatros
Opera, Politeama, San Martín y Victoria. Nunca descuidó tampoco su tarea
de maestro de música, ya sea desde la Banda de Policías y Bomberos o
luego instalando su propio conservatorio en la residencia familiar como
se estilaba en esa época.
Precisamente una dedicación más amplia a esta nueva actividad
motivó el traslado de la familia a la calle México, entre Saavedra y
Jujuy; el entorno por lo tanto no cambió mucho, apenas un deslizamiento
hacia el sur del mismo barrio, a una casa típicamente porteña con una
galería azulejada , cuatro cuartos espaciosos y un patio interior
minúsculo que simulaba una pequeña apertura al cielo. Allí se las
ingenió Santo para instalar instrumentos y atriles en la sala principal y
destinar el resto del espacio a la familia que para entonces ya había
concluido de expandirse con la llegada del último vástago, Enrique , en
1901.
Al mayor, Armando (1887) destinado a continuar la carrera de músico de
su padre, y a ser el eje sustituto del clan, le habían seguido Rodolfo
(1891) y Otilia Margarita (1899).Mientras rodeaban a Luisa, la madre, en
cada ceremonia hogareña y escuchaban con despreocupación los relatos de
Santo sobre el agitado mundo exterior, los acompañaba la música de
fondo proveniente de las visitas diarias de los alumnos, entre los que
se contaron quienes serían luego renombrados músicos de tango como José
Luis Roncallo, o por lo menos alcanzarían alguna trascendencia en ese
género como Di Tata, Silva, Pérego , Torterolo.
La casa era un ámbito acogedor, seguro y entretenido, y afuera, el
espacio público, todavía de todos, prolongaba esa sensación de seguridad
y permitía la expansión de las corridas y juegos en la vereda en
interminables tenidas de vigilantes y ladrones, rescates y de cachurra
monta la burra. Sin embargo, esta arcadia del grupo unido bajo la batuta
de Santo solo podrá ser recordada como tal por Armando. Para Enrique
quedaría definitivamente en penumbras desde que se viera interrumpida
por la muerte del padre en 1906.
En los años siguientes las cosas fueron de mal en peor para los
Discépolo. Los ahorros de Santo no bastaban para seguir manteniendo a la
familia, y Armando tuvo que salir a trabajar como empleado en una casa
importadora y luego en una fábrica de tejidos. Pronto comprendió sin
embargo que su futuro estaría en el teatro, una vocación secreta, talvez
acallada hasta entonces por las expectativas paternas sobre sus dotes
de chelista, y debutó como actor en la Casa Suiza, integrando la
Compañía Nacional de Aficionados, (en la que luego sobresaldría como
primera actriz Camila Quiroga) .
Allí interpretó al amante de Música di cámera de Alberto de Zavalía, papel de seductor para un seductor.
La casa de México fue abandonada, y se instalaron en una modesta
vivienda de la calle Caracas, no obstante lo cual y el apoyo económico
de los familiares de Luisa, no pudieron evitar que la mujer cayera en
una profunda depresión que la debilitó y permitió que contrajera
tuberculosis, la enfermedad de la época, que la llevó a la muerte el 16
de mayo de 1910, mientras todavía se prolongaban los festejos del
Centenario..
“Tuve una infancia triste. Yo nunca pude decir aquello de “cachurra
monta la burra” ni hallé atracción alguna en jugar a las bolitas o a
cualquiera de los demás juegos infantiles”- declarará Enrique en uno de
sus más citados relatos autobiográficos-” Vivía aislado y taciturno. Por
desgracia no era sin motivo. A los cinco años quedé huérfano de padre ,
y antes de cumplir los nueve perdí también a mi madre. Entonces mi
timidez se volvió miedo y mi tristeza, desventura. Recuerdo que entre
los útiles del colegio tenía un pequeño globo terráqueo. Lo cubrí con un
paño negro y no volví a destaparlo. Me parecía que el mundo debía
quedar así para siempre, vestido de luto”
Con la muerte de Luisa la familia se desintegró. Otilia y Enrique
los menores, no pudieron compartir la bohemia del teatro en que se
habían iniciado los mayores, y se fueron a vivir con “los tíos ricos”,
que pretenderían encarrilarlos en la senda de la moral burguesa y de las
normas inflexibles. La educación primaria recibida en el Colegio
Guadalupe de los padres verbistas alemanes contribuyó sin duda a la
forja de esta infancia triste.
Pero esa vida de encierro y compostura no duraría mucho. Dos años
después Armando se casa con Luisa De Rosa , hermana del dramaturgo
Rafael José De Rosa, se instalan en la calle Pasteur entre Tucumán y
Lavalle, y deciden hacerse cargo de Enrique, con lo que Armando retomó o
consagró mejor dicho el estatus de padre que Santo le había conferido
antes de morir. Enrique pudo cambiar entonces de colegio, a una escuela
pública de Anchorena y Santa Fe.
El teatro de la vida
Pasada la primera década del siglo, Buenos Aires se había quedado
con muchas luces céntricas encendidas en los festejos del Centenario,
vivido sobre todo de cara al exterior.
Los Podestá eran los principales protagonistas del espectáculo
argentino, ninguna otra compañía ni apellido tenía el mismo prestigio
que el de ellos. Pablo Podestá era el actor de la época, de gran
maestría intuitiva a pesar de su escasa preparación formal, admirado
por todos, hasta por Eleonora Duse o André Antoine. “Primero Armando y
después Enrique , los Discépolo descubrieron en el genial actor la
comunión del teatro y la magia de la actuación. Nunca olvidarían la
lección del maestro. Tampoco su locura” (Pujol, Sergio, Discépolo una
biografía argentina, pg.37).
“Cuando me disponía a trasponer el umbral (del teatro Buenos
Aires.)- cuenta Armando en un relato que forma parte del anecdotario
incorporado a la leyenda del teatro argentino- tuve una impresión
inesperada: Pablo Podesá estaba allí leyendo un libro. Un poco
desconcertado me atreví a decirle: Quiero hablar con usted. Y él huraño
como casi siempre me contestó tuteándome ... ¿Qué querés chino? . Traigo
esta obra para leérsela - le respondí yo , ¿es buena? ... Yo no sé, yo
he hecho lo que he podido... Podestá me miró de arriba abajo, quedó un
rato en silencio y luego dijo: ¿ Cuándo me la querés leer? . Viendo que
la cosa marchaba yo cobré coraje y sobre la pregunta , contesté rápido y
tuteándolo a mi vez: Cuando vos quieras.- Bien, dijo el actor , mañana
te espero en mi casa, en Banfield”
Así empezó todo para Armando Discépolo , con Entre el hierro,
que ese era el título del drama que entre tímido y asombrado le leyera a
ese actor enorme e inalcanzable para un muchacho de 23 años como era
Armando Discépolo por entonces , asombrado porque al iniciar la lectura
del tercer acto Pablo Podestá lo interrumpió para gritarle casi: “está
bien, mañana leemos a la compañía y estrenamos en seguida”. Y la
compañía eran nada menos que el propio Podestá, su sobrino Arturo y
Orfilia Rico, María Esther Buschiazzo, Pepito Petray y Juan Margiante, a
quienes al día siguiente de la insólita experiencia banfileña, debería
enfrentar, además para dirigirlos.
David Viñas entrevé en esta primera obra, la aparición lateral de
un germen inicial del personaje grotesco; se llama don Fermín y es un
borracho. El dato más evidente, su cuerpo inerme, bamboleante e
inseguro, acotado como “más viejo, más doblado” que se justifica por
haber trabajado “pa ellos” “más de 40 años seguidos”, su situación de
pobre se reivindica en un discurso tartajeante : “¿Que chupo? ... ¿Qué
voy a hacer? ... ¿Morirme?”. “El fierro pa levantar casas de ricos
precisa alcohol para amasarse”. “Porque si yo chupo ahora es porque
antes he soplao bastante”, o en tener una borrosa conciencia de su
aspecto: “Es feo, eh?... Es feo estar así , pero domina”. Se advierten
las prolongaciones del feísmo naturalista , y los componentes que en el
grotesco se darán supuestos y ambivalentes, todavía juegan por
separado: “Todo me causaba risa y hoy lloro por cualquier cosa”. El
borrachito , el vencido , cercano todavía al naturalismo biologista de Los muertos (1905) o Los curdas
(1907) de Florencio Sánchez, se permite marcar el dasaliño torpe de la
vestimenta, el quedarse “sin sombrero” y "ponérselo abollado y medio
ladeado”. Este vencido arrugado y solitario practicante de soliloquios
agresivos , crispados e impotentes está a un paso de insinuar a los
delirantes posteriores, descompuestos, temblorosos y “dominados hasta el
delirio”.
En La fragua (1912) por primera vez, tangencialmente pero
con precisión, se designa a esa suma de datos embrionarios como
“grotesco, amargamente grotesco”. El fracaso de la huelga doblega a ese
tipo “firme, altivo, poderoso”, lo desplaza del escenario tanto como lo
ha hecho de la realidad, y entonces la humillación de los hombres
discepolianos se encarna en lo corporal, en el “cansancio de trabajar”,
en “la vejez” y se desliza cada vez más hacia la relación mágica de
“locos” ante la máquina milagrosa de hacer dinero. Del trabajo vivido
como norma y proyecto (“No hemos venido a la tierra a jugar un juego de
azar”), a la intuición del juego (“Ahora sabemos que la muerte es el
disfraz del latrocinio”). Los “huelguistas vencidos” de la La fragua preanuncian a los inventores delirantes de El movimiento continuo
(1916), verdadero protogrotesco, donde se ponen en marcha la intuición
de una salida oblicua, por la magia gratificante del invento, “Ríete de
Fulton, de Edison y de Marconi”, y ríete desproporcionada,
grotescamente. El borrachito deprimido se ha tornado eufórico y
desmesurado, para después hundirse brusca, inesperadamente en el
fracaso: “Todo aquel entusiasmo es perplejidad y confusión" (acotación),
mientras desde afuera se subraya la otra dimensión: “una turba de
chiquillos ríe estrepitosamente del movimiento continuo”.
Pero mientras Armando se afianzaba como hombre de teatro y se
encaminaba hacia la autoría del grotesco criollo , ¿qué pasaba con el
hermanito Enrique? ¿ y qué pasaba precisamente con su relación con el
teatro, el mundo de los actores y autores tan próximos a la familia?
A los pocos meses de ingresar al Mariano Acosta para estudiar de
maestro, Enrique se descubrió incapaz de seguir una educación
sistemática. Los gestos, su discurso fluido y chispeante , la total
expresividad de su cuerpo al servicio de cada palabra, fueron destacando
su histrionismo. “Usted es un verdadero actor”, le dijo un día uno de
los profesores, y Enrique le creyó a él y a todos los compañeros que
opinaban lo mismo y que coincidía con el futuro que él admiraba ya en su
hermano Armando. “La actuación sería para Enrique una enseñanza y un
aprendizaje. También una manera de tapar el rostro con máscaras
impenetrables, un ejercicio de extrañamiento que conmovía a la gente
hasta las lágrimas , haciéndola partícipe de otras vidas y otras
historias” (Pujol, pg. 38) “Tras las huellas de su hermano, Enrique
descubrió los poderes del teatro a una edad en que la adultez parece ser
un atributo de los otros”(Idem).
Enrique se retiró de la Escuela no sin antes haber rendido exámenes
en lugar de otros, y de haber participado en la famosa huelga de 1915 ,
donde animó los entremeses improvisados de las asambleas estudiantiles
con recitados cómicos y parodias de cantantes, integrante casi fantasmal
de “la generación del 14” a la que pertenecieron casualmente L.
Marechal, Fermín Estrella Gutiérrez, Américo Ghioldi, Juan Mantovani.
También las rabonas pasadas en la librería de la calle Urquiza , -a
unos pasos del portón de la escuela, tomando mates con bollos con el
librero, que le permitía sumergirse en relatos de viajes y aventuras
(Verne, Salgari), cuentos fantásticos y piezas de teatro (alternar
Shakespeare con F. Sánchez y Roberto Payró, éstos en sueltos de las
primeras revistas que anticipaban el auge de Bambalinas)- lo alertaban
sobre su futura profesión.
Después de algunas discusiones un tanto estériles, los hermanos
Discépolo se pusieron de acuerdo: Enrique sería actor si ese era su
deseo, se convertiría en un hombre de teatro. Pero no gozaría de favores
especiales, tendría que abrirse su camino, si valía, en un ambiente que
ya reconocía en Armando, un buen dramaturgo. Cierta vez se presentó
ante Blanca Podestá y tanto ella como Enrique recordarían más tarde la
severidad de Armando al juzgar las condiciones actorales de su hermano,
nada peor que alimentar la sospecha de algún favoritismo familiar.
“Esta mirada supervisora, que incluía lo estético y lo ético, podía
llegar también dentro de las pautas de la paternidad clásica, a algún
sopapo corrector por una mala conducta o como simple advertencia de la
violencia del mundo exterior” (Pujol, op. cit.).
La dedicatoria con que se iniciaba Entre el hierro, aquella
primera obra de Armando, rezaba “a mis hermanitos Otilia y Enrique”.
Sentado en la primera fila de los ensayos, Enrique había presenciado en
silencio muchas de las charlas entre bambalinas, opiniones ilustres a
través de las voces de los creadores. A los 11 años había asistido al
estreno de La fragua en el teatro Apolo a cargo de la Compañía de
Guillermo Battaglia. El tema de la injusticia social en la Argentina
del Centenario que planteaba la obra produjo un fuerte impacto en
Enrique, que pudo ver en escena lo que más tarde constituiría el centro
de las discusiones del grupo Artistas del Pueblo, en Parque de los
Patricios. Le siguieron El guarda 323, El patio de las flores, El movimiento continuo y Conservatorio la Armonía,
entre otras obras consideradas luego menores en la producción de
Armando en colaboración con Folco o De Rosa, pero que iban a marcar una
progresiva agudización de los sentidos puestos sobre el tejido social de
la ciudad en particular y del país en general. Hasta en las comedias
menos ambiciosas de aquella etapa, este teatro pondría en acción al
sujeto escamoteado de la Historia con sus tics y modales auténticos en
el marco de sus conflictos y armonías; en un par de ellos se
cuestionaba el costo social de la modernización argentina.
Los grandes actores de la época, Roberto Casaux, Florencio
Parravicini y Guillermo Battaglia, acrecentaban noche tras noche el
interés de aquel espectador voraz que dejaría volar su imaginación cada
vez más alto. Aquello fue una educación estética y también sentimental.
“En ellos y a través de ellos Enrique aprendió a mirar el mundo
críticamente, con una ética para enfrentarlo” (Pujol, pg. 41) .
El mundo de los cafés
Cuando Armando empezó a escribir sus obras, el café de Los
inmortales representaba la vieja guardia de la inteligencia porteña.
Enrique escuchaba deslumbrado a veces en brazos de su cuñada Teresa
devenida en madre, los relatos y descripciones de aquel espacio sagrado,
tocado por la magia de los que habían ingresado al campo de la letra
impresa.
Así escuchó también Enrique, de labios de su hermano, que aquel no
era el ámbito natural de los Discépolo, más allá de las simpatías
ideológicas o las ambiciones juveniles. Ellos debían buscar con sus
pares otro espacio, un nuevo recorrido urbano. Allí mismo cuando todavía
vivían en El Once, encontraron en la esquina de Rivadavia y Pichincha y
próximo al teatro Marconi, la parada del Centenario, un bar donde se
jugaba a las cartas, se comía y sobre todo se bebía hasta altas horas de
la noche. Más tarde se mudó a mitad de cuadra , cambió su nombre por el
de Oberdam, y seguía siendo el foco de la bohemia del Once, muy cerca
de la librería de Ameghino, uno de los tantos amigos de Armando, que
Enrique supo frecuentar con la deslumbrada admiración de un iniciado.
Aún no había cumplido 13 años y ya trasnochaba de la mano del mayor ,
escuchando todas las explicaciones de la noche y sus habitantes.
De ese conjunto borroso que terminó siendo su infancia , jamás
olvidaría aquellos primeros bares míticos, los amigos oirían una y otra
vez los relatos discepolianos sobre ellos.
El catálogo humano de los cafés se convertiría con los años , en
uno de los relatos típicos de cierta filosofía de la experiencia
porteña. Los cafés, pronto lo sabrían , eran los sitios en los que los
hombres se educaban, se hacían de amigos y aprendían a convivir en su
tránsito por la vida.
Había otros sitios donde el hermano menor no podía ir, pero sí
beneficiarse con un cúmulo de experiencias ajenas apenas intuidas: bares
como Don Quijote donde se reunían Florencio Parravicini y su troupe,
peñas como la del Paulista o La Brasileña, que inspirara El mal metafísico de M. Gálvez.
Aquellas veladas con sabihondos y suicidas marcaron a Enrique con
el fuego existencial que daría vida luego a uno de sus mejores tangos.
Los cafés de la calle Rivadavia, a los que pronto se agregaría el de Los
Angelitos, eran un verdadero muestrario de todos los pliegues de la
ciudad: jugadores y actores, comerciantes de todos los mercados de la
zona, escritores ignotos y algunos periodistas en busca del aguafuertes,
componían un universo mucho más representativo que el de Los inmortales
para el grupo de jóvenes dramaturgos como Armando, Federico Mertens,
Mario Folco, Rafael José De Rosa. Los nuevos cafés prestaban sus mesas
para tomar nota de la tipología urbana que las imágenes culturales del
Centenario habían desplazado hacia los márgenes. Estas experiencias de
la pubertad para Enrique fueron anticipando las de las tertulias en lo
de Facio Hebequer de la etapa siguiente. Nada le fue indiferente: el
habla de aquella gente, los olores, los sonidos, la temperatura.
Desde el primer día Enrique admiró la democracia de los cafés, la
tácita aceptación de la diferencia de voces. Para un adolescente que
crecía a la par de la ciudad, el café fue la casa de todos los relatos:
las confesiones más íntimas y los proyectos más valientes. Se sintió
depositario de aquellos saberes, que unos años después también
encontraría en el restaurante El Tropezón.
La Argentina ha iniciado una nueva etapa en 1916, la oligarquía ha
perdido el centro del poder político mientras los criollos pobres del
interior y la clase media del litoral aclaman la llegada al poder de su
caudillo Hipólito Yrigoyen. El ansia de justicia social que bulle en los
espíritus rebeldes cristaliza en lo artístico en un grupo de jóvenes
que se constituyen en el precedente cultural del movimiento “Boedo”:
surgido en 1914 por iniciativa de Juan Palazzo , compartían ilusiones y
fracasos Armando Bellocq, Agustín Riganelli, escultor de las hermosas
cabezas de cirujas, Abraham Vigo, José Arato, a los que se agrega luego
Guillermo Facio Hebequer, cuyos aguafuertes con perros vagabundos y
crotos de la quema, con conventillos sombríos y madres obreras, dan
testimonio de aquella vida dura del Buenos Aires de 1918.
También se incorporan al grupo poco tiempo después Benito Quinquela
Martín y Juan de Dios Filiberto : allí, en el piso alto de la calle
Rioja 1861, justo frente a la nueva vivienda que habían ocupado los
Discépolo en Parque de los Patricios, como se llamaba el barrio a partir
de 1903, un lugar que se codeaba con la leyenda como Barracas o La
Boca, donde la distancia que lo separaba del centro comercial de la
ciudad favorecía la imagen de franja transgresora.
Por lo tanto no era tan descabellado planear desde allí una
revolución aunque más no fuera una revolución artística. Sin llegar a
constituirse en una escuela, aquellos artistas postulaban tanto una
cruzada contra los ismos de vanguardia como contra la pintura de las
academias. Para F. Hebecquer el arte tenía un compromiso social
impostergable , y debía ser una prolongación plástica de la literatura
de Tolstoi y Dostoievski, con las ideas de Bakunin marcando la ruta.
El contexto político incentivaba esa poética. La política golpeaba
con brutalidad las conciencias de aquellos anarquistas. Si bien las
confusas noticias que llegaban de Rusia podían generar un entusiasmo un
tanto abstracto, la masacre de los trabajadores de Vasena, en 1919, en
Nueva Pompeya, tan cerca de Parque Patricios, no permitiría dudar sobre
cuál era “ la realidad” como cosa tangible, motivo del arte.
Además bohemia de por sí implicaba una identificación muy sensible
con la pobreza: “Era la bohemia de comer salteado y de perseguir a un
peso con un palo”, contaría Enrique en tiempos de abundancia. La bohemia
no se restringió a un solo barrio, solían cenar en La Boca en el taller
de Quinquela sobre la carbonería. Una noche escucharon en el bar
Iglesias a Eduardo Arolas, sería el primer contacto de Enrique con el
tango. Con Filiberto hizo especial amistad, le mostró la “guzla” que
había fabricado con una lata de aceite cuando chico y se sintió atraído
por el armónium con que Filiberto daba serenatas en las puertas de los
conventillos. Años más tarde el tango posibilitó el encuentro de música y
poesía de los dos, dando origen a Malevaje.
Pero Armando y Enrique no compartirían todas las opiniones de F.
Hebequer y la cofradía de Amigos del Pueblo de la calle Rioja. El
realismo socialista nunca sería pariente de la visión discepoliana del
mundo; la lección del padre en ese sentido había sido contundente: un
artista debía valorar toda la cultura, tener una visión creativa sin
límites, como para la ópera del siglo XIX, la valla entre lo popular y
lo culto era en cierto modo ficticia.
Los centros de las tertulias eran alternativamente los domicilios
de Facio y de los Discépolo, empezó a llegar gente de todas partes. Para
Enrique aquello fue el complemento de la experiencia reveladora de los
cafés. La charla era la única rutina permitida de una vida casi
comunitaria. Todo fue dicho, de todo se habló, sin límite de horario ni
de tema: “Hablábamos de todo - recordaría Enrique muchos años después -
empezábamos con Baudelaire y terminábamos discutiendo la mejor manera de
preparar uno de esos heroicos bifes a la portuguesa que nunca podíamos
comer. Pero la discusión aunque trivial, era la manera de prolongar
nuestra permanencia en ese clima donde todos queríamos ser algo... hacer
algo”.
La casa de los Discépolo se llenaba entonces sobre todo de
dramaturgos: Federico Mertens y Defilippis Novoa eran caras familiares.
Otros, como José González Castillo, padre del futuro músico y poeta
Cátulo, Rafael De Rosa y Mario Folco fueron los que ejercieron mayor
influencia al momento del ingreso de Enrique en la literatura teatral.
El anarquismo romántico (anarquismo lírico), como lo había definido uno
de los habitués a las reuniones, priorizaba el hecho teatral entre todas
las operaciones culturales que podían modificar efectivamente a la
sociedad.
Cuando se produjera la mudanza a Parque Patricios, algunos éxitos
comerciales de las obras de Armando en colaboración con los autores ya
nombrados, como Espuma de mar (1912) o El novio de mamá (1914), El patio de las flores (1915) si bien postergaban por un tiempo la problemática social que apareciera en La fragua,
y no dejaran a sus responsables plenamente satisfechos, habían
permitido hacer más llevadera la vida e insertarse en el sistema teatral
argentino en su etapa más floreciente.
Sin embargo, de esa prolífica época quedaron dos piezas particularmente interesantes: El movimiento continuo
(con De Rosa y Folco, 1916) al que ya hiciéramos referencia
anteriormente, con situaciones tragicómicas que atrajeron a Enrique , y
Conservatorio la Armonía (con De Rosa 1917), que obtuvo un éxito
formidable y grandes elogios para los autores y para la compañía. El
personaje de Doménico San Francesco estaba indudablemente inspirado en
Santo: es napolitano, ha sido director de banda , y a diferencia de su
socio, el francés Lafont, quiere enseñar los secretos del arte puro a
sus alumnas. Por el contrario su colega , interpretado por F.
Parravicini, es el típico avivado que solo quiere hacer dinero con la
música y el instituto. A la hora de elegir con quién quedarse, los
alumnos prefieren al maestro francés, complaciente y adulador, y
Doménico vuelve a su antiguo puesto en la banda. Todavía no se da el
final trágico pero muestra la traición de los alumnos, la otra cara de
la promesa de América , y los roces entre los inmigrantes ponen en
evidencia irónicamente la falta de armonía del conservatorio.
Escritura y actuación
El debut actoral de Enrique se produjo en ese mismo año tan
exitoso para Armando, regido por el estrellato de Roberto Casaux; el
estar en el escenario junto a su ídolo aunque más no fuera como
comparsa- un portero anónimo- en El chueco Pintos (pieza de
Armando con Folco y De Rosa, 1917) significó para Enrique una
experiencia inaugural de la que extraería enseñanzas reveladoras. Para
Casaux, la Argentina de los conventillos, de los ascensos y las caídas
no tenía secretos. Los Discépolo, que no habían vivido en conventillos,
conocían su realidad y su potencial dramático. Casaux rompía así con los
moldes tradicionales ofreciéndole al naturalismo una posibilidad
diferente. Aquella era una vuelta de tuerca que la realidad social
argentina reclamaba para ser llevada a la escena.
Los grotescos criollos y las letras de tango reconocerían sin duda
tácitamente la influencia de aquella técnica actoral. Hasta comienzos de
los años 20, Enrique integró los repartos de varias compañías, y aunque
a Armando le costara reconocerlo, sintió cierto alivio y tranquilidad
de que la vida de su hermano menor no se disipara en charlas
inconducentes . Como afirmación de su personalidad, el mundo de la
actuación significó para Enrique un escalón de gran importancia en su
vida. “Yo lo llevé de partiquino a actor” dirá Armando en ese reportaje
que le hiciera N. Galasso mucho después de la muerte de Enrique, lo que
puede interpretarse como un desplante despectivo o como un signo de
orgullo familiar. Y Tania en su libro Discepolín y yo hace una
digresión, refiriéndose a la actuación de Enrique en Wunder Bar: “! Y
su mímica! Diríase chaplinesca . ! Un actor realmente eminente! ...
Tengo motivos para enorgullecerme cada día más de cuánto se lo recuerda y
de cómo su obra vive, pero advierto que a veces se omite su condición
de actor. ¿ Se me podría contradecir si afirmo que fue uno de los más
grandes actores argentinos? El era modesto para considerarse en ese
rango. Se contentaba con el cariño que tenía por su trabajo de actor. No
sé quien dijo que hasta dirigiendo una orquesta era un formidable
actor; no lo desmiento” (pg. 78)
Enrique nunca viviría la actuación y la escritura como marcas
excluyentes: “Yo nunca dejé de ser actor”, le confesaría más tarde a
Andrés Muñoz: “Justamente mi tarea de autor, yo la veía, antes que
nada, desde el plano de intérprete. Antes de hacer hablar a mis
personajes, solía dibujarlos, dotarlos de una envoltura física. Lo mismo
me ha ocurrido con mis tangos”.
Casi simultáneamente comenzó también su carrera autoral: en 1918,
lanzó su primera producción literaria, en colaboración con Folco, Los duendes,
en el Teatro Nacional de Pascual Carcavallo, por entonces “la catedral
del género chico”, que si bien resultara un fracaso para la crítica y
para el público, fue un estreno de envergadura, la compañía de
Vittone-Pomar, contaba en sus filas a las actrices Olinda Bozán y
Aurelia Ferrer. Para su segundo intento Enrique tomó sus recaudos y
adaptó un texto de Guy de Maupassant, El señor cura, un drama rural , donde el personaje, un ser violento y marginal, como el yo poético de la Canción desesperada,
se pregunta sintiéndose abandonado por aquel que irónicamente es su
verdadero padre " ¿ por qué señor esta maldición a mi edad? ¿ este es el
pago a mis 25 años de santidad y de calma...?".
A este drama le siguió Día feriado (1920), estrenada por la
compañía de Blanca Podestá en el Teatro Marconi. La obra reproducía sin
mucha originalidad las horas de Bohemia de la calle Rioja: un grupo de
amigos comparte una vivienda en un barrio de Buenos Aires, y cuando el
protagonista se entera de que su novia lo engaña y lo abandona para irse
a Chile con otro, encuentra consuelo en la camaradería para la traición
de la mujer; el ambiente bohemio es la familia sustituta que remedia
los males del corazón, y hasta se permite dirigir hacia ella una mirada
comprensiva. Como en los tangos discepolianos el verdadero protagonista
es el desengaño, sufrido por él pero también por ella, que después de
haber sido engañada por muchos ya no cree en ninguno. No hay culpables,
excepto las ilusiones.
Avalado por un moderado éxito y mientras continuaba su carrera actoral, Enrique estrena en 1921 El hombre solo,
donde el protagonista se sacrifica simulando una relación falsa con una
prostituta para “salvar” de él a la joven de la familia que lo ha
acogido como a un hijo y entregándola así al pretendiente rico que
seguramente la "haría feliz" . Se queda más solo que nunca y como en las
Memorias del subsuelo de Dostoievski, humillándose humilla a los
demás , cargando con el secreto de su inconfesable renunciamiento. Lo
mismo hará años más tarde el atormentado personaje del tango Confesión:
“Fue a conciencia pura que perdí tu amor/ nada más que por salvarte...”.
Mientras, la carrera de Armando continuaba orientándose cada vez
más hacia el grotesco llamado después canónico por los especialistas, y
que constituye el punto más álgido de encuentro-desencuentro entre los
dos hermanos, aunque no haya sido ése el motivo verdadero del
distanciamiento. En El vértigo (1919), el antiguo “borrachito”,
el marginal derrotado, se llama Silvestre y su grotesco se comprueba en
lo gestual subrayado en las acotaciones. “Silvestre espanta una mosca
que lo fastidia”, “con ese ademán tan italiano que se acompaña con un
chasquido de la lengua” o “dejándose deslizar el sombrero sobre los
ojos”. Dice Viñas que “el borrachito del coro se adelanta hacia la zona
protagónica, y de coreuta se transforma en vocero”. Además, instala el
tema de la fractura generacional y la polémica entre hermanos, que
bastante después será central en Relojero , el enfrentamiento
entre el débil y el fuerte y en definitiva él confinamiento de los
valores a la polaridad lo económico, lo moral como no compatibles.
Con Mustafá (1921) se acelera el proceso de interiorización
de la situación grotesca “sufre una extraña pesadumbre que lo doblega,
lo achica”, dicen las acotaciones. “Mustafá cae de rodillas, pone su
frente en el suelo y perjura. Hay algo de demencia en él. No se sabe si
es la alegría de haber ganado o el miedo a quien negó la ganancia”. La
figura, al despegarse del sainete tradicional, impregna el contorno.
“La utilización esta vez acentuada del cocoliche del sainete,
caricaturiza el escándalo de la imposibilidad de comunicación, hablar es
un contratiempo que denuncia desde lo ridículo la unidad social
pregonada por el discurso oficial sobre la inmigración. La debilidad y
la fortaleza se traslucen en la pareja compuesta por el fracasado y el
triunfante por la mayor o menor destreza en el uso del español”(Viñas,
op. cit.).
Los cambios artísticos y cierta mejora económica fueron acompañados
por una nueva mudanza del grupo familiar , que esta vez se instaló en
el centro, la zona de los grandes teatros, Corrientes al 2500, cerca de
las fuentes de trabajo y cerca de El Tropezón, el café restaurante donde
se reunía la farándula de entonces , donde Armando era una figura
querida y respetada y donde el recién iniciado Enrique comenzó a ocupar
un papel protagónico. Enseguida reveló su locuacidad, mientras el mayor
inspiraba respeto con sus silencios sugerentes y un repertorio de gestos
que parecían extraídos de sus obras de teatro. “Discepolín todo
exuberante de efusividad; su hermano mayor, un taciturno”, describiría
así el contraste Edmundo Guibourg. “Enrique era más predecible. Los
cambios en Armando, coronados por una sonrisa leve que suavizaba su
rostro, marcaban cortes bruscos. Los dos parecían poner en escena una
obra oportunamente ensayada para ser exhibida en El Tropezón. El
filosofar cotidiano de Enrique, atemperado en aquellos años, tenía un
parentesco muy cercano con el de Armando si bien los estilos eran
diferentes”. Según Guibourg, Armando siempre con aire de trascendencia,
solía romper un silencio enigmático para hablar en forma desbocada. Era
un maestro en “hacer coherentes parrafadas que trazaban espirales hacia
lontanas digresiones, densas de un filosofar que yo llamo metafísica de
attelier de artista plástico” . “ Armando ocupaba con decisión y
autoridad el lugar del intelectual: la máscara estaba sólidamente
adherida al rostro.
Para Enrique en cambio , las cosas no serían tan claras; ya por
entonces empezaba a definirse tímidamente, una relación un tanto
conflictiva con el campo intelectual argentino. Poco después, con la
irrupción del tango, esa tensión aumentaría.”(Pujol, op. cit.)
En 1923 hubo un acontecimiento en el teatro argentino: se estrena Mateo,
la primera obra denominada genéricamente grotesco, un grotesco
asainetado para Pellettieri, proveniente del sainete reflexivo ( donde
el motor de la acción era la honra social). Aquí, en Mateo, la figura
central, el cochero don Miguel, resulta alcanzada por el entorno , lo
penetra, se le mete adentro, se huele, lo impregna, lo sofoca. El
personaje responde con quejas, se autocompadece. Los gestos y vestimenta
lo vuelven ridículo para el público pero todavía no para los otros
personajes porque “el viejo despista”, se disfraza, se “cierra como una
ostra” rumiando palabras .
En el proceso coloquial de interiorización que señala Viñas,
sostiene las primeras conversaciones con animales, en este caso el
caballo Mateo que da nombre a la obra.: “Mateo, ¿ no me quiere mirar?
...soy yo... yo mismo ¿ Qué hacemo ? Robamo. Usté e yo somo dos ladrone
(...) ¿ no lo quiere creer? Yo tampoco. Parece mentira.¿ No estaremo
soñando?” La vida como un absurdo del que ni siquiera tenemos prueba
material confiable; la realidad como una vana ilusión prefabricada por
el hombre; la crisis de la conciencia objetiva y la pluralidad del yo
enmascaradas en la escena; todas notas distintivas de la obra de
Pirandello, habían entrado en Buenos Aires y la mayor apuesta filosófica
y técnica de la época para el teatro argentino no fue por cierto ajena a
esa nueva forma de representación dramática. Si bien Armando lo negara
“Pirandello no tiene nada que ver conmigo ni yo lo había leído cuando
hice esas obras” como también negara la influencia de los autores rusos,
y solamente admitiera ser heredero de la tradición napolitana , sin dar
nombres, es evidente que tanto él como su hermano Enrique siguieron de
cerca el estreno de Seis personajes en busca de autor en 1923 por
la compañía de Darío Nicodemi y luego durante toda la década, la
avanzada teatral ríoplatense ya no se conformaría con representar la
vida en el teatro, había que asumir que ella misma es una de las formas
posibles de la representación.
La obra se estrenó en el teatro Nacional , por la compañía de
Pascual Carcavallo. Enrique , que fue testigo de su génesis y su
realización, quedó admirado por la maestría de Armando para reproducir
los giros idiomáticos de la calle y provocar con el lenguaje verdaderos
golpes teatrales. La tensión de los diálogos, la fuerza expresiva del
cocoliche de aquellos italianos desesperados tratando de alcanzar las
migajas del sueño americano, era la fuerza misma del lenguaje en acción.
La polémica entre la moral rígida ligada a la pobreza y la
complaciente que le demanda “entrar” para salir de pobre, se traduce en
el maniqueísmo irónico de llamarse Mefestoffele y San Mequele Arcángelo
para finalmente transigir. Porque Miguel y Severino, hermanos o
compadres, cochero y funebrero, inmigrantes ambos y de la misma
procedencia, se identifican en el fondo como las partes más débil y más
fuerte de un mismo cuerpo: “brazo mío, no me tientes, no vaciles”, de
ahí el miedo a la figura del otro: “Severino andate”, la agresividad y
la violencia del conjuro.
Si lo grotesco era la risa desencajada que provocaban las desdichas
de hombres devenidos en títeres del destino, Mateo era un digno
representante de esa estética. A partir de esa interiorización -
exteriorización de lo caricaturesco se funde un fuerte patetismo que
muestra las tensiones del yo protagonista debatiéndose entre el deber
social de no robar y el deber moral de mantener a su familia. La mirada
final del desenlace tendiente a restablecer el orden, concreta una de
las diferencias fundamentales con el grotesco posterior (El Organito, Stéfano, Relojero) que ya no permitirá la intervención de la justicia poética distribuyendo premios y castigos.
Después de aquella experiencia conmovedora, Enrique, que venía de estrenar una comedia reidera como Páselo cabo,
ya no se sintió satisfecho con ella , ni menos con la concepción
dramática e ideológica que lo había inspirado. El pesimismo metafísico
del grotesco lo había absorbido completamente. Se seguía sintiendo
anarquista pero el grotesco era una forma especial del naturalismo que
Enrique andaba buscando, y las palabras de Pirandello, devoradas en
lecturas veloces y repetidas en charlas pasajeras, le sonaron más
convincentes que nunca: a través de lo propiamente cómico volvemos a
encontrar el sentimiento de lo contrario”.
En ese año y en el siguiente, tuvieron lugar los estrenos de las últimas piezas en colaboración que escribiría Armando, como Giacomo, Babilonia y Muñeca,
durante plena vigencia de la estructura pirandelliana. Pellettieri hace
un estudio de esta última, donde demuestra su intertextualidad
manifiesta con el grotessco italiano.
Entre 1923 y 1924 Enrique concentraría sus mejores energías en la elaboración de El Organito,
la única obra, el único grotesco que firman los dos hermanos. Ante la
polémica posterior, y la afirmación de Tania sobre la autoría única de
Enrique, Pujol dice que es muy posible que la pieza haya sido obra
exclusiva de Enrique. Una lectura atenta de los originales, una serie de
oportunos consejos y un par de correcciones habrían sido los aportes
del Discépolo consagrado. Ahora bien, el crédito podría ser mayor si se
considera la influencia decisiva que este tenía no sólo sobre Enrique
sino sobre la mayoría de los autores teatrales de los años 20. Toda
marca de grotesco remitía ya inmediatamente a las piezas de Armando
Discépolo.
Para Enrique la coautoría de El organito le significó el
aval de su hermano y del público que así asistiría al auténtico
nacimiento de un escritor de teatro. El estreno en El Nacional fue
celebrado por la crítica como uno de los puntos más altos del grotesco
ríoplatense; esa noche, los hermanos fueron aclamados en el escenario
durante largos minutos. Armando levantó la mano pidiendo silencio, para
improvisar un breve discurso de agradecimiento a los actores Juan
Margiante, Olinda Bozán, Rosa Catá, mientras Enrique muerto de miedo
ante la situación inesperada, solo atinaba a recordar los últimos días
de Marcelo Peyret, el escritor romántico de novelas sentimentales, a
cuya memoria estaba dedicada la obra.
Unos meses antes los hermanos lo habían visto morir de tuberculosis
en un hospital de Córdoba. Alguna vez Enrique recordaría que esa visita
le inspiró Esta noche me emborracho.
Ahora se empezaría a conocer y valorar el propio ritmo verbal de
Enrique, su capacidad para crear diálogos agudos, de tensión dramática, y
el primero en hacerlo fue Armando, que en cambio resolvía con más
talento los problemas formales de una obra y los detalles de su
estructura interna.
La terrible historia del organillero Saverio y su familia era de
una violencia pocas veces vista en el teatro argentino: los hijos
rebelándose contra un padre miserable que los ha criado al margen de
todo principio ético, y que no vacila en estrujar a la cotorra porque
está muy vieja y ya no sirve. La escenografía y el vestuario ponían al
descubierto el lado oscuro de Buenos Aires: camas pobres en una cochera
ruinosa transformada en habitación; un suburbio sórdido, ropa vieja
“pechada” que apenas cubría cuerpos mal alimentados. Visión
desalentadora de la vida urbana incompatible con la voz nostalgiosa de
los tangos típicos . Parlamentos breves, contundentes, acciones bruscas ,
gestos agresivos, muecas y risas desencajadas, ademanes despreciativos,
y el lenguaje carcelario expresando una moral de resentimiento y
amargura.
La vida social animalizada, los hombres como fieras sin memoria ni redención. Algo de Yira.. Yira... y Cambalache ya estaban presentes en El Organito.
El drama en el tango
Precisamente, poco antes de ese estreno memorable, Enrique había
descubierto el mundo del tango, se había dado cuenta que teatro y música
no eran cosas contrapuestas. Talvez era probable que la canción, en
especial el tango, tuvieran una dimensión teatral todavía poco
explorada. Las amistades constituían un reservóreo de historias de vida a
las que algún homenaje había que rendir. Esas historias eran verdaderas
ventanas al mundo, cristales que transparentaban la condición humana.
Podía filosofar en pocas palabras, mezclando las vivencias de los otros
con los propios sentimientos.
Oyente selectivo, Enrique empezó a prestar atención a las letras de los tangos, la versión de Mano a mano
cantada por Gardel profundizaba la línea abierta por Contursi y
penetraba aún más en el uso del lunfardo. La intensidad dramática no
esperaba, como en el teatro, al desarrollo de la situación, sino que
comprometía al oyente desde el comienzo. Enrique pensó que tangos así
serían del gusto de Facio Hebequer, llorones y violentos, lanzaban sin
piedad el reclamo y rescataban las voces silenciadas, desde una
marginalidad de manera escandalosa. Ahora los márgenes de la ciudad se
volcaban hacia el centro con algo muy difícil de obtener: una estética
propia.
Las palabras ponían en tensión los diferentes niveles lingüísticos
en ese campo de permanente conflicto en que lidiaban las formas cultas
contra un vendaval de términos populares, francamente marginales. Este
ascenso ya indiscutible del tango le hacía entrever un futuro de
posibilidades musicales y también literarias.
Todo podía decirse en tres minutos, si sabía versificar pensando
las historias musicalmente. La música conducía el discurso poético, que a
su vez ponía en escena la vida como cosa extraña y sorprendente.
“Escribo tangos porque me atrae su ritmo- confiesa a la Revista Comedia
en 1929- lo siento con la intensidad de muy pocas otras cosas. Su
síntesis es un desafío que me provoca y que yo acepto complacido, aún a
riesgo de los malos ratos que paso gestándolos. ! Decir tantas cosas en
tan corto espacio! !Qué difícil y qué lindo! Me subyuga esa lucha. Dicen
que sacrifico la línea melódica en homenaje a la letra, y están en un
error. Yo rompo de intento la imagen musical trazada. Me lo exige una
necesidad. Quiero que la música diga lo que luego aclararán aún más las
palabras.”
Después de un frustrado intento con el tango Bizcochito, Enrique insistió nuevamente con Qué vachaché pero evidentemente 1926 no era su año de suerte. Después del suceso de El organito
, se encontraba tironeado desde dos mundos. Buscó consejos en Armando
pero solo halló reprobación. ¿ Por qué escribir tangos si la asociación
de los Discépolo auguraba un porvenir exitoso sin renunciar a la calidad
artística?
Armando nunca entendería el interés de Enrique por la música
popular. Una cosa era escucharla, incluirla en los sainetes y grotescos
como ambientación sonora, o bailarlo en un cabaret después de cosechar
aplausos en el teatro y otra escribir tangos como un trabajo serio, ni
menos como actividad principal. Y Enrique... analfabeto musical y poeta
inédito pretendía suspender sus compromisos actorales y la escritura
teatral para consagrarse al tango. No parecía razonable. Armando sabía
que el teatro no era un oficio fácil ; él mismo, con una decena de
piezas, padecía los sinsabores y los altibajos de una profesión
completamente desprotegida desde el punto de vista legal, pero era
ingenuo pensar que la vida de un autor de tangos fuera la panacea. Sin
embargo, lo consolaba saber que Enrique nunca abandonaría del todo lo
que todos pensaban que mejor sabía hacer: actuar; y por otra parte, su
hermano no era el único joven culto que mostraba en esos momentos tal
inclinación: el hijo de su amigo José González Castillo, Cátulo,
acababa de realizar la misma elección, ¿ en qué habían fallado como
padres? ¿ No habría entendido Enrique que la vida bohemia solo se
justificaba si se aspiraba a la alta cultura de los libros y los
escenarios?
Enrique parecía convencido; Qué vachaché se estrenó en
Montevideo y fue abucheado por el público, cualquiera hubiera huido
despavorido hacia otros rumbos, pero él insistió “Yo francamente pensaba
que el tango estaba bien. Que estaba clara su intención y su sentido...
En el público al principio, fue como una sensación de incomodidad.
Luego empezaron los cuchicheos en la platea... por ahí descendió de la
galería algún comentario. Y empezó a temblar la tierra. El público no
entendía aquello y cuando algo no se entiende, se rechaza. Para el
público aquello no era un tango ” (declaraciones de Enrique al
periodista Blixen Ramírez).
Para 1927, el gran creador de los tangos de la década siguiente,
empezaba a sentir que el fantasma de la frustración lo visitaba con
regularidad. Para colmos, castigados por una economía inestable,
tuvieron que abandonar el departamento del centro y mudarse a una
vivienda humilde en el barrio de Floresta. La vida de los autores nunca
estaba asegurada y la situación de los actores no era más alentadora.
Eran tiempos difíciles “con charquitos traicioneros en las noches de
lluvia”- relataría Enrique- “a tres kilómetros de los bares y teatros
(ya entre Once y Parque Patricios), de las tertulias de El Tropezón.
Según contaría Enrique Yira...Yira ...nació en esa circunstancia,
si bien tomara forma definitiva tres años más tarde: “no se produjo en
medio de un gran dolor, sino con el recuerdo de ese dolor”.
Stefano conmovió al público porteño casi tanto como el
triunfo electoral de Hipólito Yrigoyen. El Gran Discépolo volvió a
estrenar un grotesco memorable, quizá el mejor, encarnando Luis Arata a
ese Santo apenas camuflado con las ropas de la ficción.
Stefano es un drama de personaje , como en la tradición que
proviene de la gauchesca de Juan Moreira y el sainete criollo, es el
antihéroe que estructura la acción: la inestabilidad emotiva del
protagonista, su confusión, nota distintiva, es lo que importa en la
trama. El conflicto del protagonista con su entorno social y con su
familia hace que la palabra se convierta en acción. En el encuentro
personal entre Stéfano y su padre Alfonso, los códigos presupuestos del
discurso están borrados. No existe una valoración común entre los
personajes; la tensa polifonía de un mundo de razones que luchan entre
sí, siembra en el espectador la misma confusión: en el fondo los dos
tienen razón. En Stefano vuelven a chocar, como en Mateo,
el representante del pasado y del presente (su hijo Esteban). Hacia el
final, cuando Stefano agrede a los miembros de su familia , en un
momento dado los parodia, mimando sus discursos y sus gestos, mientras
se burla de su pasado dedicado a vivir para ellos y para su proyecto
creador. Solo en la muerte encontrará la purificación.
No es difícil ver en la familia de Stefano el paradigma de una
sociedad que ha caído en el aislamiento de sus miembros, donde la
capacidad de comunicación con el exterior es precaria. Aislamiento,
subjetividad y pesimismo son las notas semánticas distintivas del
grotesco criollo como lo serán en la mayoría de los tangos de
Discepolín.
Enrique sintió como propias muchas expresiones del nuevo personaje
de Armando; talvez algunas de ellas las había vertido él mismo en el
aguantadero de Floresta: “la fama está en una página.. ma... hay que
escribirla, tormento mío...” La mediocridad de Pastore se inscribía en
la inmoralidad denunciada en Qué vachaché, y cierta resignación
final ponía al descubierto las bajezas del mundo: “No sé qué sabor
pruebo de ser combatido, de ser derrotado. Caer me parece triunfar en
este ambiente. ..E como si me vengara del que pisotea...”.
El triunfo y el distanciamiento
“Con Esta noche me emborracho aparece Enrique Santos Discépolo en mi repertorio y en mi vida.” así declara Tania en sus Memorias Discepolín y yo .El la había invitado poco después a verlo actuar en el reparto de Mustafá
en el teatro Cómico. “Nunca había visto un sainete argentino y el
cuadro de miseria que se desarrollaba en el escenario me decepcionó.”
“Después de la función nos encontramos en el camarín , donde conocí a
Armando, muy seriote, creo que sorprendido de mi desenfado”. A los pocos
meses, Tania y Enrique unieron sus vidas y se fueron a vivir a un
departamento de la calle Cangallo 1757. “Hecho notorio- dice Tania-
nuestra unión fue la chispa de las primeras discrepancias de Enrique con
Armando. Severo, autoritario, inapelable, Armando continuaba en el
vínculo fraternal la dictadura que solía ejercer en el teatro. Yo abrí
una fisura.
En los ensayos, en las tertulias, en cada ocasión, Armando
pontificaba sin encontrar opositores. Mis improntas verbales, que no
pretendían el duelo intelectual, le debilitaban la estantería ”(pg.
39). Y más adelante, en otra referencia más explícita agrega: "Sobre
las relaciones de Armando y Enrique han circulado las más antojadizas
versiones, entre las cuales no faltó la que me atañe como rata cruel que
los hubiera azuzado . No es cierto. Quiero poner las cosas en claro.
Nunca falté el respeto a Armando ni traté de poner obstáculos en el
respeto y el cariño que, me consta, le tuvo Enrique .Reconozco en cambio
que nunca hice cola entre los corifeos de Armando... Al principio me
pareció que mis reacciones lo divertían. A poco no fue así. Debió creer
que yo ejercía una influencia decisiva sobre Enrique y que la usé para
sustraerlo de su influencia. Su autoritarismo sobre el hermano menor no
era invención mía y tampoco mi descubrimiento. Me consta que una vez se
lo echó en cara nada menos que Blanca Podestá. Si Enrique se alejó de
Armando no habrá sido por mí sino que tenía alas propias para volar y
hacer lo suyo. Suponer lo contrario sería hacerle flaco favor a Chachi,
entreviendo en él un débil carácter que pasa del rigor de un hermano al
rigor de una mujer. Por otra parte, me uní a Enrique en 1927 y hasta
muchos años después tuvimos con Armando quehaceres teatrales en común.
El distanciamiento de los hermanos sucedió recién en 1947. Nunca
supe el porqué. Enrique no me lo dijo ni yo se lo pregunté. Con la
conciencia tranquila puedo decir ahora que Armando fue injusto con
Enrique y no le reconoció la ayuda económica que supo darle para
caprichos personales o quijotadas teatrales. Enrique procedió de otra
manera, recordando en reportajes y en cuantas ocasiones públicas se le
dieron, cómo a través de Armando él había ingresado en el mundo de la
farándula” (pgs. 52-53).
Sin embargo, Armando habría dado suficientes testimonios públicos,
ya sea en el Tropezón o en La Terraza del Edelwais, en reuniones con
numerosos amigos, de su rechazo hacia Tania, a veces explícito, o
expresado sutilmente con silencios o pequeños gestos de censura. Para
Armando, Tania era un error de Enrique , que se había dejado seducir por
la cancionista porque era débil, hasta daba interpretaciones
psicologistas sobre la atracción que había ejercido Tania como vampiresa
y madre al mismo tiempo. Había detectado también los afanes monetarios
de la toledana, que ella no niega, pero que lo atribuye a que así
estaban repartidos los roles en la pareja. Por otra parte, si realmente
le hubiera interesado el dinero, Enrique no hubiera sido precisamente el
mejor partido en esa época.
Enrique discutió más de una vez por su mujer, tratando de mediar
entre esos dos afectos enfrentados. En los varios proyectos conjuntos,
estas tensiones le provocaron disgustos y discusiones vividos con
bastante angustia. Su rebelión inconclusa contra los mandatos de Armando
habían llegado a una edad en la que ya no se puede ceder con
facilidad. La llegada de la familia de Tania a Buenos Aires, incluida
su hija que luego sería Choly Mur, no hizo sino acentuar los celos del
hermano. No solo había abandonado el hogar de los Discépolo, sino que
había acogido con cariño y entusiasmo a los valencianos, adoptando una
nueva familia que sobre todo, lo había adoptado a él.
Cuando a mediados de los 30 Armando hizo pública su relación con la
actriz Aída Sportelli, Enrique estrechó más sus lazos con la familia de
Tania. Acaso nunca le perdonó a su hermano haber abandonado a Teresa.”
El fuego cruzado entre los hermanos tuvo en sus respectivas mujeres una
forma oblicua de agresión. Si bien la admiración de Enrique por Armando
no desapareció, las heridas nunca cerraron completamente”(Pujol, op.
cit.).
En los años siguientes los éxitos se sucedieron para ambos
hermanos, especialmente para Enrique que logró imponerse como compositor
de tangos, muchos de ellos incluidos en espectáculos que él mismo
dirigía, ponía en escena o escribía parlamentos, como Caramelos surtidos, donde presentó Qué sapa señor , o Mis Canciones 1932, que sirviera para el lanzamiento de Secreto .
La famosa adaptación Wunder Bar, de Herzog y Farkas, tantas
veces repuesta con la misma aceptación, merece siempre una mención
especial cuando se habla de los Discépolo; la estrenó la Compañía
Grandes Espectáculos Musicales de Armando y Enrique Santos Discépolo en
el Cine-Teatro Monumental, Armando la dirigía y Enrique era el Sr.
Wunder; muchos opinan que Discepolín realmente lo era y él mismo lo
corrobora: “si Wunder escribiera tangos, los haría muy parecidos a los
míos”, recuerda Tania que solía decir Enrique. Con su extravagante
indumentaria de excéntrico factotum de un lujoso cabaret, donde se tejen
intrigas y naufragan ilusiones, encarnaba la múltiple y nerviosa
personalidad de aquel estrafalario personaje, (chaplinesco, diría Tania)
haciendo estrategias entre un inverosímil cúmulo de pasiones
encontradas, artífice de un absurdo emporio de alegrías efímeras como
las burbujas del champan que con la música y las luces disimulaban la
realidad trágica de la vida, que él mismo compartía con su sensibilidad
de gran actor. Wunder, en la versión de Armando y Enrique, aspiró a la
máxima sinceridad posible dentro de la convención teatral. Se sinceraba
en lo que decía pero también en el trasfondo actoral de su propia
existencia.
El cabaret era uno de los sitios más auténticos que se podía
encontrar en una sociedad inauténtica. Allí todos tocaban fondo, como en
los últimos actos de las obras de Armando , las últimas máscaras ya
habían caído o estaban a punto de hacerlo; la obra era portadora de una
crítica social y cultural bastante inquietante. La puesta en escena
concebida por Armando fue toda una provocación. Parte de la escena
transcurría en los pasillos laterales donde se habían emplazado mesas y
sillas como las de un cabaret, los actores hacían mutis por la platea y
el público quedaba físicamente involucrado en la obra. El tango no
estuvo ausente en el local de Mr. Wunder: Tania entonó Secreto que ya era un éxito discográfico, recreó Melodía de arrabal de Battistela y estrenó Tres esperanzas.
Enrique y Tania hicieron muchos viajes, llevaron el tango y el
espectáculo a Europa y a toda América Latina. Los mejores cantantes y
músicos de la época fueron sus intérpretes.
En 1934 se cerró el ciclo autoral para Armando con su último magistral grotesco, Relojero.
Luego solamente se dedicaría a la dirección teatral, talvez entendiera
que para el público argentino, su horizonte de expectativas empezaban a
ser otras.
El cine también aguardó por los hermanos Discépolo y encontró en
Enrique terreno fértil para esa aventura, desde sus apuestas actorales
en Mateo en 1936, hasta El Hincha en 1951, pasando por las
películas que dirigiera y actuara al mismo tiempo y a veces hasta
escribiera también los guiones. Armando en cambio solamente accedió una
sola vez y el fracaso lo alejó definitivamente; se trató de En la luz de una estrella, donde los dos hermanos por última vez trabajaron en común para hacer el libreto.
En ese año Armando frecuentó el chalet de La Lucila donde vivían
Tania y Enrique. Allí Armando juzgaría la relación de la pareja con la
misma severidad de siempre. No sin crueldad hizo referencias a cierto
asunto amoroso de su cuñada, y hasta llegó a decir que escribiría un
grotesco inspirado en los amoríos de Tania. Enrique respondió con el
silencio del hijo que acepta la jerarquía del padre, talvez entendía que
en aquellas palabras duras afloraba la preocupación de quien quería
hacerlo reaccionar.
Fiel a los códigos del teatro Armando había encontrado en la radio
una prolongación de la escena, pero el lenguaje del cine era otra cosa.
Dependía de una estructura económica que no podía dominar. Enrique
también se quejaría de los estropicios que hacían los productores con
las buenas ideas artísticas. Pero para el inicio de la década de los 40
el cine parecía ser el futuro de la creación.
Acerca del distanciamiento y de la polémica
“Soy un hombre que cuando hablo de mí mismo tengo la sensación de
recordar cosas de una novela.. Es como si hablara de otro hombre... Sé
que no tengo pasado... No hice nada.. Absolutamente nada... pero sé que
tengo un porvenir...” (Armando en declaraciones a la Revista Cine
Argentino).Y otras veces solía decir enigmáticamente “Yo soy muchas
personas...” Eran términos bastante similares a los empleados por
Enrique para definirse a sí mismo. Sin duda Enrique y Armando compartían
el mismo extrañamiento existencial y lo trataban de exorcizar a través
de la creación.
¿ Cuál fue la verdadera causa del distanciamiento? ¿Quién es el verdadero autor del grotesco criollo?
Dos preguntas que podrían estar ligadas pero lo más probable es que
no sea así. Como ya hiciéramos referencia, hubo un distanciamiento
bastante visible a partir de la unión de Discepolín con Tania, si bien
los hermanos siguieron vinculados por mucho tiempo más inclusive
laboralmente y los roces parecían tener que ver sobre todo con esa
relación, a lo que se sumara el rechazo de Armando hacia la nueva faceta
asumida por Enrique como autor de tango, la cual en cierto modo
desplazara la de hombre de teatro o por lo menos la de autor de teatro. Acerca del distanciamiento definitivo, que ocurre en el 47, nada se sabe.
A lo mejor hubiera sido posible pensar que la adhesión de
Discepolín al peronismo mientras Armando se mantenía entre los más
acérrimos opositores podría haber profundizado las distancias, pero
sostenerlo como la causa desencadenante sería muy aventurado, ya que
Enrique no había tomado para entonces ninguna posición pública en ese
aspecto si bien conocía y estimaba a Perón desde hacía bastante tiempo.
Hay otra hipótesis, también íntima, que se me ocurrió atando cabos entre
las circunstancias biográficas y las referencias cruzadas.
Aparentemente en el 46 Enrique mantuvo una relación amorosa importante
en México, donde convivió con la periodista Raquel Alicia Díaz de León, y
su “debilidad frente a Tania” que Armando tanto le reprochara, quedó
demostrada nuevamente, al abandonar a la mexicana cuando Tania lo va a
buscar, probablemente más movilizada por la posibilidad de dejar de ser
“la mujer de Discépolo” que por el temor natural de perder al hombre que
amaba.
De aquella separación fugaz y frustrada, habría nacido un hijo que
Discépolín nunca reconoció públicamente pero que recordó con culpa hasta
el final de sus días según ciertas versiones. Armando siempre hablaba
de la debilidad de Enrique “fracasó en la vida porque tenía una
sicología poco masculina”, le dice a N. Galasso en la entrevista del año
65. ¿Habrá habido algún reproche esta vez más definitivo a raíz de esa
situación? Los Discépolo eran hijos de una familia italiana de
principios de siglo, las cosas de familia no se ventilan; también , como
en el grotesco la familia es un ámbito cerrado donde el amor mata y el
odio acrecienta la locura, pero los secretos de la casa se llevan a la
tumba.
Y en cuanto a los grotescos, concretamente los que se discuten son sobre todo tres, talvez los más significativos: Mateo, Stéfano y El organito,
este último porque habría pertenecido solamente a Enrique. Sobre este
asunto, algunas cosas ya están dichas. Galasso, que da algunos
testimonios importantes para apoyar la hipótesis y que deja para los
críticos de teatro la tarea de dilucidarlo más fundadamente, no ha
encontrado eco suficiente “nadie quiso recoger el guante”, dice él . Por
el contrario, autores como Pellettieri en su estudio profundo de la
obra de Armando al publicar la producción dramática completa, que abarca
tanto las piezas de su única autoría como en colaboración, realiza una
exégesis muy prolija de la evolución de las obras desde la provenencia
de los diferentes tipos de sainete, sin dejar de lado el naturalismo y
las influencias del teatro europeo, y no advierte ningún salto
estilístico sino más bien una consecuencia de ese despliegue , en
correspondencia con el horizonte de expectativas del público receptor;
por su parte, Pujol, al hacer la biografía de Enrique, reconoce que
Armando había terminado su trayectoria autoral en el momento de máximo
esplendor de Enrique, (para 1934 aseguraba “haberlo dicho ya todo”) pero
agrega, “En cierto modo los Discépolo se complementaron históricamente:
los tangos de Enrique, no obstante sus claras diferencias con las
piezas de su hermano, habían continuado la exégesis del país en otra
clave” (pg. 256)
Armando habría definido al grotesco de manera menos precisa que
Enrique , según observa Galasso, en la Historia del Teatro Argentino de
Luis Ordaz : “lo serio y lo cómico se suceden o se preceden
recíprocamente, y en su aspecto teatral yo definiría lo grotesco como el
arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático”. En cambio Enrique
habría dado más en el clavo al decir que “grotescas son aquellas obras
de forma cómica, pero de fondo serio”. Sus tangos, que él consideraba de
esencia dramática, eran en su mayoría así: “ Son de ese género que
hemos convenido en llamar grotesco...como Chorra. .." y añade “Y en el
mismo sentido he trabajado en el teatro”( Escritos inéditos, pg. 86).
Galasso cree ver un sentido enigmático en esas palabras. Lo mismo cuando
declara: “sin estrenar no tengo nada... todo lo que yo he escrito ha
sido estrenado, aunque no siempre con mi nombre....”. Pero luego aclara
que “a veces, con seudónimo", que no vale la pena aludir a esto y que él
ha firmado también algunas escenas que son de sus colaboradores...
(Escritos inéditos, pg. 18).
E inmediatamente hace referencias dando como suyas a las obras El Organito y Caramelos surtidos,
donde el modelo es la vida misma, trozos de la realidad trasplantados a
la escena “ no hay nada más teatral, más diverso, más humano, más serio
y más cómico que la vida misma”.
De lo que sí no hay duda en esta polémica , es de la coincidencia
de los Discépolo en una misma estética, quizá no la misma poética
siempre, y las claves que se bifurcan en algunos momentos cruciales,
sería lo que habría provocado las dudas. Si vamos a lo propiamente
estilístico, es evidente que los diálogos de estilo cortado, tartajeante
de El organito son más "de Enrique", a quien, precisamente lo
que lo había fascinado en el tango era la posibilidad de síntesis: " !
poder contar todo el drama en 3 minutos!" que en definitiva es el poder
que tiene la poesía para comprimir en una línea lo que a otras veces
necesita de innumerables páginas. Talvez algunos diálogos o monólogos de
Mateo o de Stefano sean suyos (es notable el parecido de ciertas escenas de Stefano con las de Blum, su comedia del 49), pero los discursos largos y cargados de ideas sobre la realidad difícilmente podrían atribuírsele.
La representación del fuerte y el débil, a la que también nos hemos
referido, y concretamente la repartición de estos roles entre dos
hermanos, que ya tenía antecedentes en piezas anteriores, aparece
notoriamente en Relojero, casualmente la última obra de Armando, y
sobre la que menos dudas habría sobre su total autoría, ya que Enrique
estaba ocupado en ese momento en otros menesteres. Esta controversia se
reproduce doblemente entre Daniel, el protagonista y su hermano
Bautista, donde queda patente la bronca de los celos, la bronca
primitiva, irracional y por lo tanto también ridícula: “Por tus rulitos
fuiste el mimado y el preferido de todos; por tus rulitos te saliste
siempre con la tuya; por tus rulitos te hiciste caprichoso y mandón y
jefe insuplantable” (pg. 59). Y entre los hijos de Daniel, Andrés (el
que se emborracha) y Lito, con su filosofía del pisoteo: “Si vos no
sabés quién sos, ¿ qué culpa tiene nadie de ello? Es un problema
personalmente tuyo.” (pg. 83).
En esa obra paradojalmente aparecen todos los temas discepolianos, y
todas las virtudes del grotesco, menos las del uso del lunfardo y del
lenguaje entrecortado. Pero también es otra realidad social la que
representa y otro estadio de evolución de la familia descendiente de
inmigrantes.
El fuerte y el débil, los dos personajes de la representación
personificados en dos hermanos. Y Enrique era el débil según Armando,
pero seguramente no lo era tanto si atendemos a la naturaleza de su
obra: hay que ser muy fuerte para poder decir todo el dolor y para poder
reírse de sí mismo como él lo hizo.
El autor de teatro siempre se representa y representa a los otros
repartiendo roles; la fortaleza y la debilidad van juntas y los mismos
personajes no las descubren hasta que los hechos no los ponen frente a
la realidad; acaso el reparto de roles ya estuviera hecho de antemano,
acaso la complicidad de la representación (recordemos las escenas de El
Tropezón) los superara también a ellos.
Si en las claves del grotesco están las claves de la filosofía
discepoliana , el grotesco es por naturaleza tragicómico , y el
desenlace , obligadamente penoso, radica en el “desayuno” del personaje,
como decía Enrique: el instante en que la ilusión se destruye
irremediablemente. Todo eso les corresponde a ambos o por lo menos a
ambas obras.
En la sustancia filosófica del grotesco la verdad está siempre en
tela de juicio. En la expresión teatral, a veces surge una verdad pero
otras no, y otras veces la obra puede quedar inconclusa porque los
personajes no saben si lo que viven es la mentira de la ficción o la
verdad de lo real.
“Apague la luz Padre!”- grita Radamés a un Stefano muerto
El protagonista de Soy un Arlequín soñó que era Jesús salvando a la Magdalena, el de Quien más.. quien menos... se reconoce como“ la mueca de lo que soñamos ser”.
Tanto las mejores obras de Armando como la mayor parte de los
tangos de Enrique tienen los atributos que configuran el grotesco ¿
podrán aplicarse las mismas reglas para la realidad de su relación?
Si es lo cómico pero de fondo serio o si es el arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático, la misma tensión es la que vivieron ellos y vive en todas las obras discepolianas: “Tanto dolor que hace reír”.
BIBLIOGRAFIA
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