jueves, 31 de diciembre de 2009

Pocas pulgas


Odiaba que le dijeran qué debía hacer. Y ya no era un chico. Solamente tenía poca paciencia para los que le indicaran, aunque más no fuera amablemente, cualquier cosa que tuviera que ver con lo que considerara parte de su territorio. Se solía decir que era fuerte de carácter para justificar con indolencia eso que para todos era un exceso, un mal adolescente que se le había instalado como el comerse las uñas o masturbarse demasiado. Lo cierto es que era insoportable ciertos días en que nada lo conformaba, y al primero que tuviera cerca se lo hacía sentir. Mientras más intentabas calmarlo o hacerlo entrar en razones, era peor el encarajinamiento. Unos días atrás no sé qué le había dicho Horacio, el vinero, un petiso de bigotes que levantaba los pedidos en los restaurantes y siempre tenía un chiste nuevo que contar. Era entrador el petiso Horacio, nunca supe el apellido, llegaba con una sonrisa que con sólo mirarlo te hacía cómplice de algo que todavía no sabías, entonces no importaba si el cuento era bueno, te reías nomás porque te estabas aguantando desde que cruzó la puerta. El caso es que aquella noche el único que no se reía era Alonso, lo miraba fijo al petiso Horacio como si le debiera algo; guita no porque el petiso estaba forrado con su negocio aunque no ostentaba. El otro día escuché por ahí que fue por una mina pero en ese caso la cagaba yo también porque estuve comiendo largo de ese bocado y el tipo nunca se mosqueó. Había otra cosa, ese era el tipo de tonterías que lo sacaban de quicio a Alonso y que lo hacían merquear de más. Pasaron unas semanas, era la de año nuevo. Yo había estado cenando en lo de una gente conocida de la mujer que tenía en esos días, terminamos de comer y a uno se le ocurrió que fuéramos a tomar unas copas a un bar que conocía cerca del Barri Gotic. Era chico el lugar, típica fonda, mesas en hilera, la barra al fondo en perpendicular, la cafetera a la izquierda ocupando un tercio del mueble, la caja al lado, un par de campanas de vidrio con tapas de ayer y bocatas de anteayer. Había de todo ahí, colombianos, uruguayos, chilenos, de los nuestros. Como me cayó bien de entrada la gorda que atendía, me le fui al humo, y más con los tragos que corrían como agua. En eso, entró Horacio, el vinero, con otros dos, los tres muy bien vestidos y, claro, riéndose. Saludos a discreción y se acercó a la barra a pedir lo suyo. Le conté que estaba por irme en unos días para Hamburgo y le cambió el tono de voz con el semblante. Me dijo que, si me interesaba, tenía un negocio para mí. Me quedé en silencio como para que no creyera que estaba desesperado y me ofreciera poco y nada. No esperó mucho hasta que se me acercó un poco más como elongándose, cosas de petiso, y dijo una sola palabra: “menores”. Tuve que hacer un esfuerzo mental para darme cuenta de qué se trataba y no sólo por el alcohol que venía tomando de toda la noche. Levanté la mirada y vi que la mujer con la que había llegado estaba en los brazos de un negro alto como un árbol que la meneaba en su salsa sin necesidad de música, vi a los de mi mesa que ya habían abierto un sobrecito nuevo, vi a la gorda que le pasaba un trapo a la superficie de la barra y casi me tocaba el codo, vi los ojos del petiso que me miraba esperando una reacción con el bigote levantado en media sonrisa, y vi -no sé cómo- que se acercaba Alonso de algún lado que no era la entrada ni el salón. Fue rápido. Se metió entre nosotros y agarró mi vaso, uno de esos vasos flacos para cerveza, lo rompió contra el borde del estaño y cruzó el filo por el cuello del vinero, de izquierda a derecha, dejándolo con la boca abierta y largando eructos. Alguien gritó que había que salir corriendo y el bar se vació de golpe. Yo estaba tieso de la sorpresa pero agarré el trapo que tenía la gorda en la mano y lo apreté contra la garganta del petiso Horacio por reflejo. La gorda me decía “te vas, te vas”. En algún momento me encontré en la calle y corrí en dirección contraria a todos los demás como hacían todos los demás. Volví de Alemania casi un año después y, aunque del tema no se hablaba, supe que Alonso estaba quemando crack en Carabanchel desde hacía unos meses por una estafa o algo así. Decían que estaba bien, que la hermana hablaba por teléfono con él casi todos los días y decía que estaba bien. Linda la hermana de Alonso, la tendría escondida por eso, es una morenita alta de ojos claros, me la señalaron el otro día en un restaurante argentino nuevo que pusieron cerca de las Ramblas, estaba de camarera. Al vinero nadie lo menciona aunque se extrañan sus chistes.

©Fabián Russo

miércoles, 16 de diciembre de 2009

La cena


La había tocado toda la tarde casi sin descanso, esa obsesión por tenerla en vilo estimulando su botón rosado de las maneras más inverosímiles que con los dedos pudiera. Le ardía, le dolía; hacía horas y horas que se había resignado a esa tortura de tener orgasmos sin sentido y después tener que simularlos para contento de aquel hombre. La embargaba el temor de que la matara o la devolviera en un vapor atestado a su país. El viejo -que lo era desde siempre- con un inglés balbuceante la buscaba entre las sábanas o hurgaba entre sus faldas y enaguas cuando le venía en gana someterla con sus dedos ásperos y anchos, de uñas mal cortadas oscurecidas por la tinta. Por la servidumbre en la casa y la correspondencia recibida, por el silencio a su paso en las calles (cuando salían en el carruaje y se arrellanaba a un costado para no ser vista), los insultos que podían entrar de las ventanas, era claro que aquel era un hombre importante o, por lo menos, temible. No lo registraba de otra manera. El amable trato protocolar mediante el cual la sedujo ese caballero, así como también a las hermanas de la escuela en donde vivía y trabajaba, que parecía provenir de una aristocracia lejana y antigua, derivó en este hombre de piedra, receloso y porfiado. La soledad le era insoportable, tan lejos de todo lo que conocía, en una tierra sin gracia y violenta, en una casa húmeda con olor a sangre. Las otras no habían sufrido este calvario, ni siquiera les había escondido la documentación de modo que cualquiera hubiera podido irse si así lo quería. Pero no con Julie. A pesar de su altura, parecía una mujer pequeña por la delgadez que inclinaba un poco su espalda y por su pecho plano, ajustado en un corsé cubierto por una camisa de hilo de Holanda. No cambiaba mucho su vestuario. Había sido educada en la rectitud de la tradición puritana de su país, la de los pioneros fundadores, y conservaba entre su ropa interior una pequeña edición de una Biblia que había pertenecido a sus abuelos, o eso decía el mito familiar. El contacto con ellos se había diluido en el tiempo desde que, pasada la primer infancia, fue enviada a vivir con sus tías, lejos de varones viciosos, para asegurar su educación y su virtud. Más tarde, dedicada de lleno a la docencia, acabó en una escuela en la que pupilos y maestras vivían bajo el mismo techo. Ellas, sus compañeras, se convirtieron fácilmente en sus hermanas. Pero ninguna de ellas estaba aquí a pesar de que, ante el ofrecimiento de viajar al fin del mundo para formar una nueva sociedad que sería la cuna del hombre nuevo, la obligaron a aceptar. Una mujer sola, sin familia, habrán pensado, no tiene nada que perder. Además, ellas recibían esas cartas perfumadas de papel colorido escritas por soldados amantes o primos lejanos de futuro matrimonio acordado por sus padres, lo que en la vida de Julie era solo un sueño. Así que, ya casi solterona, aceptó la invitación de este hombre rotundo que lograba seducir y convencer mediante un juego afilado entre la mirada profunda y la sonrisa campechana. Traía buenas recomendaciones y no viajaría sola, otras chicas serían parte de la aventura. Pero ninguna había sido elegida por él para su cuenta. Julie, con su piel casi traslúcida de mínimas pecas rojizas y el garbo flaco, apenas andaba por las calles barrosas de la ciudad, lo que aquí llamaban ciudad. Las mujeres criollas eran mucho más contundentes que ella y en las miradas alzaban un orgullo que lindaba con la herejía. Aquel hombre, con la excusa de no hacerle faltar nada, apenas le dejaba salir del caserón y era servida por un par de mujeres morenas, claras como algunos africanos de su tierra, que podían ser mestizas. Pasaba los días estudiando el castellano, reparando los vestidos que traía -aceptaba los regalos de aquel hombre pero sólo los usaba en su presencia-, escribiendo extensas cartas relatando meras imaginaciones para no inquietar con la verdad a su familia, con la que esperaba tender un nuevo vínculo aunque, por ahora, no había recibido respuesta, algo comprensible pensando en las distancias. Andaba solitaria y silenciosa por los cuartos hasta que el viejo venía con su espalda cansada y la voz tronante que, en un chapuceado inglés aprendido entre sus colegas masones -parecido al de un niño británico que padece la enfermedad de la vejez- le pedía sentarse a su lado en un gastado sofá que tampoco podía disimular el acoso del tiempo. Le acariciaba el largo cabello encendido haciendo resbalar las hebras entre sus dedos anchos y torpes. Aquellas manos eran de amo, no de amante. Bajaban del pelo a hundirse entre las ropas y, obediente a esa orden tácita, Julie se recostaba entre el respaldo y el apoyabrazos para facilitar el movimiento de esas garras que la artritis endurecía en las muñecas. Ella conocía ya cada una de las manchas que, en el techo, entre las vigas de quebracho rojo como su pelo, dibujaba la humedad insistente. Así, mudos, pasaban las tardes que él tenía libres para irse al anochecer rumbo a la casa que compartía con su hermana, su hija y su nieta, esas otras mujeres que nada sabían de la extranjera. Las noches de Julie eran largas y, por costumbre puritana, no era capaz siquiera de llamar a alguno de los sirvientes para conversar o compartir una taza de té. En esa soledad no había más que fantasmas y monstruos indecibles, productos de la ansiedad y del encierro. El viejo, aunque se tenía por amable, le había quitado toda libertad. Un hombre tan odiado y terrible tal vez no tenía otra manera de vivir un romance aunque más no fuera esta mala imitación, esta triste y penosa caricatura del amor. De ahí que Julie no tuviera un salvoconducto. Aquel hombre, el más influyente de esta tierra maldita, había logrado que ni siquiera exista un registro de su entrada al país. Los únicos papeles que daban fe de su presencia eran esas cartas que enviaba cada semana a sus padres que la creían disfrutando entre campos verdes florecidos y bosques de pino con lagos de cisnes y peces de colores. Ese era su único contacto con una realidad que le pertenecía y, por el temor de que el viejo también se la quitara, había hecho un pacto secreto con Paloma, la india que era negra, a cambio de entregarle, de vez en vez, encajes y telas obsequiadas a ella por aquel hombre que, de saber que acababan en negras manos, tal vez las hubiera hecho decapitar a las dos como, se contaba en la cocina, solía ser su modo de lidiar con quienes no eran de su agrado. Las noches eran largas y escribía cuidando que la pluma no dejara huellas en sus dedos evitando que el viejo sospechara de sus cartas; solía envolver la mano derecha en un pañuelo que luego escondía en el corpiño, allí donde el viejo jamás lo encontraría porque era una sola su obsesión. Aunque todavía virgen, el himen intacto, Julie no sentía su cuerpo como antes, en estos meses de reclusión había perdido contacto también con su inocencia. En lo que más notaba esa falta, sin embargo, era en los pensamientos que encallaban en medio de las noches que, en general, se cortaba con lejanos gritos ahogados o alaridos que se continuaban en cascos de caballos o carros que huían con frenesí. En aquellas oscuridades, la idea de matar al viejo la iluminaba, la enardecía. Después, fatalmente, se hundía en la culpa y, de rodillas sobre unas piedras ásperas que había recogido del jardín, rezaba ahogando el llanto hasta caer rendida de cansancio, pequeña en esa cama espaciosa, siempre sola.
Fue un día que, antes del amanecer, la despertó el estrépito de un carro que se alejaba de la casa, y hubo también movimientos y voces nerviosas en la cocina. Escuchó un grito corto y ahogado. Escuchó que el mulato cuidador de la casa dijo “¡Virgen santa!” mientras sonaban cajones y metales. La acostumbrada tensión pasiva que reinaba en la casa cambió en una agitada convulsión repentinamente. Envuelta en una robe pesada y áspera que había hallado en un ropero cuando se desató el invierno, fue hasta la cocina llevada por la curiosidad deteniéndose ante la puerta entreabierta para oír esas conversaciones cruzadas de tono agudo de las que apenas pudo distinguir algunas palabras a pesar de haber avanzado mucho en su español que, aquí se demostraba, adolecía de habla y se excedía en lectura. Finalmente, decidió pararse en el vano de la puerta como esperando que le permitiesen entrar. Alrededor de la gran mesa de algarrobo estaban Paloma, el mulato y la mujer del mulato con el gesto desencajado y sosteniendo su vientre redondo con las manos crispadas. Los tres la miraron con una mezcla de estupor y compasión que la hizo sentirse inmensamente débil. Pero recién se aflojaron sus rodillas cuando advirtió sobre la mesa una bolsa de arpillera que contenía algo más grande que una calabaza sobre una fuente de metal, rebosante en sangre hasta manchar la madera y surcar con hilos bermellón sus estrías. No supo si el acero helado que corrió por su espalda fue antes o después de haber pensado en otro acero cortando la garganta de su amo. Se apoyó contra el dintel de la puerta y, solícito, el mulato la tomó de un brazo para evitar su caída. Tras unos segundos se irguió repuesta, habrá sido cuando pasó por su mente la esperanza de la libertad. Por un instante sintió el aroma del heno en el granero, el suave crepitar del almidón en los delantales de su madre, el graznido de los cuervos en el maizal. Dudó una eternidad hasta que, con una mano delgada y temblorosa, hizo el gesto de descubrir el bulto sanguinolento. Las mujeres se alejaron apretándose la una contra la otra, lo que provocó en Julie el reflejo de cubrirse la boca con las manos aún antes de que se develara lo que la bolsa contenía. El mulato, entonces, con la delicadeza que da el asco, quitó lentamente la arpillera descubriendo una terrible cabeza de vaca con los ojos desorbitados y la lengua cayendo, como un animal obsceno que sale de otro. La escena era horrorosa y, a la secreta desazón que le ganó el alma por haber perdido nuevamente su libertad, le siguió un vómito amargo, bilioso, que intentó detener con las manos antes de desmayarse.
Segura de que todo formaba parte de un sueño, volvió a despertar tendida en su cama e hizo un gran suspiro, que parecía venir de muy lejos, conciente de las tensiones que provocaban esas pesadillas. Pero no tardó en sentir el gusto amargo en la boca. Abrió los ojos y notó que era de día, más allá de la mañana porque escuchaba movimientos en la casa y en la calle. Sus manos tocaron la seda que la envolvía, era el vestido azul oscuro que el viejo había traído de Francia. Alguien la vistió mientras dormía. Se incorporó y, frente al espejo, notó que hasta la habían peinado, ya que su larga cabellera roja era contenida por unas peinetas de carey haciendo un marco fabuloso a su mirada verde y lejana. En el espejo, detrás de ella, Paloma entraba al dormitorio para anunciarle que habría una cena y que los invitados llegarían en un par de horas; el anfitrión se hallaba en la cocina supervisando el banquete. Julie la miró impávida desde el reflejo, Paloma se acercó hasta ella y le tomó la mano delicadamente, por un instante, antes de volver a sus tareas. Debía ser un día muy especial, aquel hombre nunca había invitado a nadie a la casa y, menos aún, compartido en público el mismo espacio físico con ella, de quien nadie debía saber. Fue al comedor donde la platería estaba dispuesta sobre la mesa y candelabros con velas de sebo aun no encendidas ocupaban sendos lugares. Algunos candiles habían sido agregados a los que usualmente había en las paredes. Vendrían cuatro personas, si contaba con la presencia del viejo y la propia en la mesa. Se preguntaba dónde habría de sentarse, si a la izquierda del hombre o en la contracabecera. Paloma entró con una jarra de vino que puso en la mesa y la miró de reojo, apenas sonriendo, mientras salía por la puerta abierta de la cocina un olor indescriptible, nauseabundo, especiado con laurel y tomillo. El viejo estaba arremangado, con el gesto exultante que tenía cada vez que pergeñaba algún discurso de su senaduría, frente al horno de barro haciendo indicaciones a la mujer del mulato que asentía con ojos desorbitados y la piel verdosa que tienen los morenos al empalidecer. Al verla fue hacia ella, bajándose las mangas de la camisa blanca, halagando lo bella que la hacía ese vestido. La tomó del brazo e, impidiendo que pusiera un pié dentro de la cocina, la llevó al comedor para explicarle el evento. Vendrían unos amigos –fue la primera vez que escuchó esa palabra de su boca- a cenar, y los agasajaría con una receta propia, fruto de su creatividad culinaria. Tal vez, leyó en la mirada de Julie eso que, por verborrágico, no le permitió decir, por qué aquí y por qué con ella presente. El viejo, bajando su terrible mirada, dijo en voz muy baja que estaba harto de que bromearan con él llamándole “Dominga solterona”. Julie no supo si tenerle piedad o reírse a carcajadas. Prefirió quedarse en silencio pero en un silencio diferente, como si repentinamente su vulnerabilidad hubiera desaparecido, esa sensación que endereza la espalda aunque nadie lo note. Él estaba tan ansioso con los preparativos que la dejó ahí, de pie, mientras iba y venia de la cocina al comedor dando órdenes que parecían sin sentido por el exceso. Mientras tanto, el viejo le decía a Julie que era una buena oportunidad la de esa noche para practicar el castellano que estudiaba, aún cuando nunca hablaba esa lengua con ella y jamás se había interesado por saber cómo lo hablaba. También, contaba que aquellos amigos que vendrían eran viejos compañeros de armas, colegas de la política y la logia. Julie sólo reconocía el nombre de Mitre por ser inglés y porque sonaba en algunas conversaciones que captaba de oídas. En Nueva York los caballeros tenían por moda vestirse con unos pantalones llamados Mitre. Pasaban las horas y, cerca de la llegada de los invitados, el viejo fue a cambiarse volviendo a aparecer con una chaqueta de pana del mismo tono azul que el vestido de Julie, camisa con pechera y corbatín de lazo. El olor terrible, a quemado, que llegaba de la cocina, hacía casi irrespirable la estancia pero, por discreción, el viejo prohibía que se abrieran las ventanas. Pasaban las horas y, ya sentado a la cabecera de la mesa, con el rostro hundido entre profundas arrugas de permanente contrariedad ahora exacerbada por la evidente ausencia de sus invitados, hizo sentar a Julie al otro extremo de la mesa y ordenó traer su creación en un gesto de Baco vencido por su propia decadencia. Las dos morenas trajeron la bandeja humeante que dejaron a la derecha de aquel hombre de furia contenida. Julie reprimió un gemido de espanto. El viejo, en ademán ampuloso, dijo en tono grave y enérgico:
-¡Tête de Veau a la Sarmiento!
Sobre la mesa se hallaba la cabeza de vaca cubierta por una masa de harina quemada, negra y maloliente, que, al ser cortada con un cuchillo curvo por el viejo, dejó salir un denso vapor y un relleno acuoso que se derramó sobre la fuente. Con el flanco del cuchillo, el viejo golpeó la masa arrebatada y endurecida, dejando a la vista la cabeza infame, los ojos negros fuera de sus cuencas y la lengua hinchada y marrón que asomaba de entre los dientes de una mandíbula desencajada. El hombre, de ceño enjuto, sin decir palabra, hacía los honores a su comida siniestra con una elegancia que intentaba la apostura de un caballero inglés a la hora del té. Estaba y no estaba allí. Paloma, que asistió con horror a esa extraña cirugía desde un costado, alejada de la mesa, reaccionó al gesto del viejo para que le alcanzara el plato de Julie como si un relámpago le hubiera recorrido la piel. Ambas mujeres se vieron a los ojos y, con resignación, Paloma le alcanzó el plato a su amo. Ante Julie humeaba un extraño mazacote compuesto por un adobo marrón, trozos de piel, un trozo de lengua, la mitad de un ojo que parecía un huevo quemado, papas y batatas. Hubo un largo silencio en la mesa. Tras servir sendas copa con un vino tinto casi negro, Paloma dejó la jarra cerca del viejo y salió del comedor. Él no la miraba, los ojos estaban clavados en el monstruo abierto de la fuente. El silencio se hundía en los platos humeantes hasta que aquel hombre dijo, casi con displicencia y en un francés patético, “bon appetit”. Fue en ese momento que, liberando una fuerza indescriptible y con el tono más amable que de sí misma conocía, Julie respondió:
- Bon appetit, Dominga solterona.
El viejo quedó estupefacto, de algún modo le sobrevino una inexplicable sordera, levantó el cuchillo amenazante con la misma mano con la que estimulaba por las tardes el sexo de Julie durante horas buscando, una y otra vez, que no dejara de tener orgasmos para su propio placer de patrón impotente. Ella, sin el más mínimo gesto en el rostro, con un leve ademán dejó caer la servilleta de hilo sobre el plato alucinante, se puso de pié y salió por un corredor hacia la puerta principal ganando la calle.

Unas semanas después, declarada “loca vagabunda” por la policía y los médicos, Julie fue internada en la Convalecencia, el Hospital de Mujeres Dementes en los Altos de San Pedro, cerca de la boca del Riachuelo, con identidad desconocida. Se cuenta que allí terminó sus días muchos años después. También por esos días, mientras las mujeres del viejo hacían el equipaje antes de partir al Paraguay, la nieta halló en un caja el atado de cartas en inglés sujetas por una cinta de seda azul que, por no comprender el idioma, quemó en la fogata junto a otros muchos papeles que el viejo no quería llevar a su exilio final.

©Fabián Russo

jueves, 1 de octubre de 2009

Otro Tango / La última curda

Con el trago de ron aceitando
el reumático azul de su aliento
sale uno a cantar tangos lerdos
aunque nadie festeje su bardo.

Ronda un frío fatal, y en las bocas
una fiebre de adioses bailados.
En el salto mortal de sus pasos
hay un tanto de amor que se implora.

Sigue el hombre contando su herida
“y la vista clavada en un sueño”,
la corbata raída y el tiempo
latigando en la luz amarilla.

No son muchos, apenas bastantes,
los que van abrazados y en celo,
si parece que fueran muñecos,
como dice el poeta, el cantante.

Nadie oye, la voz va por dentro,
ya no importa el que canta o si el aire
se ha mezclado en el místico baile
desatando del Tango el Misterio.


©Fabián Russo




Escrito y grabado un dia del invierno del '96 junto al gran Hernán Ruiz en guitarra.

sábado, 22 de agosto de 2009

Hacia su sino


a Hebe Solves, in memoriam.

Una voz
el hombre
que se halla en mí
el que soy
y habito
Una voz
que alza montañas
y deja al corazón desierto
ansiando vinos densos
de bocas y senos y pieles
pintadas para mi gusto
para mi satisfacción

La voz, ésa
éste hombre
que anda sus calles
ritmando el paso con la lluvia
el alma tensa
el cuerpo vulnerable

Una voz.


©Fabián Russo

jueves, 30 de julio de 2009

Topoi



De camino a la omnipresente estación de King’s Cross solía detenerme frente a la que fuera una de las casas que habitó Virginia Wolf en Bloomsbury, ahora convertida en la Virgina Woolf’s Hamburguers. Por extraño que parezca, esta falta total de sensibilidad por parte de los londinenses, o de quienes rigen los destinos de la ciudad, me pareció proporcional a su mal gusto. A pocas calles de allí se levanta un complejo habitacional, una especie de manzana rodeada por monobloques que tiene en el centro una plaza de cemento con un gran supermercado a un costado donde la verdura y las hortalizas están siempre fuera de condición, al que un amigo local llamaba “Polonia”, por su aspecto sucio, alienante, antiestético y peligroso en las noches frías y solitarias de aquel barrio. Él sólo intentaba trazar una dicotomía entre lo que comúnmente pudo haber sido Londres y en lo que se había convertido por la inmigración que trajo la caída del Muro de Berlín. De todos modos, los polacos no tenían mucho brillo según las mentes de los europeos que habían superado los cuarenta años. Esta nueva xenofobia provenía, como siempre, de miedos antiguos, de mitos que no encontraron justa representación, tal vez, en las mejores obras de arte de sus tiempos aunque sí en batallas militares y grandes planes de exterminio. De algún modo, había que matar al polaco o al yugoslavo o al marroquí o a todo aquel que pudiera tentarse en, por su sola presencia, modificar algo hacia el futuro. Tal vez, era como aquella prevención hacia sus seguidores argentinos de parte de Witold Gombrowicz cuando subía al avión de regreso a Europa: “¡Maten a Borges!”. El polaco, Londres, Borges. Borges y Witold. Dicotomías. Pudo Borges haberse sentado a la gran mesa de roble del edificio Canning, a metros de la amplia Embajada Argentina, como si de él dependiera la exportación de carnes, el pedido por un rey o el amor por Conrad, el polaco.
Entonces, andando por Bloomsbury, creí haber comprendido, del brazo de mi amigo, que yo formaba parte de esa idiosincrasia mientras me hallara en Londres. Ante mi comentario, Brian fue cortante no podés compararte, sos un hombre de mundo, y poniendo mi mejor sonrisa intenté hacerle creer que lo consideraba un cumplido. Había conocido el mundo, es cierto, mis viajes eran tema de tertulias en sobremesas y ya se me confundían por la mera repetición del relato. Mirando el suelo para conseguir que mi paso fuera firme sobre la humedad congelada, pregunté por qué una hamburguesería, a lo que Brian replicó:"¿hubiera sido mejor un loquero?" Pensé que la otra opción era una librería, pero me callé la boca al advertir el lugar común. Topoi. Entonces se abrió ante mi una paradoja que no pude más que compartir con Brian, quien, a esa altura, ya pregonaba con insistencia que entráramos en un pub a beber una buena cerveza negra y tibia; una ciudad es cambio permanente como sus ocupantes y la conservación de costumbres sólo puede mantenerse en la repetición, en los rituales. Entonces la simple observación puede dar una idea de qué es aquello a lo que los de un lugar se aferran para sostener una probable identidad. Como imágenes de una serie de espejos estáticos se suceden los pasos del ritual, horadando el camino tan transitado desde hace generaciones. El extraño allí es paria. El aire denso y cálido del pub nos envolvió como una madre egoísta y borracha. Nos sentamos en una mesa bastante retirada de un grupo que competía a los dardos sonoramente. Me pareció sugestivo el hecho de que un dardo se clavara a unos veinte centímetros de nuestra ubicación. Todo sería mi culpa, yo, que no tomaba del asa el balón que contenía mi cerveza y la rodeaba con mi mano enguantada. Sería tal vez por eso que las miradas iban y venían de nuestra pequeña mesa al fondo del salón Mi amigo Brian no me había prevenido acerca de esto tal vez porque no era importante y, por simple elegancia, no haría ningún comentario acerca de mi raro hacer. Ignorando lo que posiblemente estaba sucediendo, seguimos hablando con mi amigo de nuestros libros y nuestros viajes. En la conversación, quizás producto de la fuerte cerveza y el abrupto calor del lugar cuando entramos, mi mente empezó a divagar sin perder el hilo de la conversación. Este desdoblamiento me era posible desde la infancia y nadie jamás lo había notado; era como si repentinamente estuviera ya en otro lugar sin abandonar éste. Y, tal vez, era ése el gran lugar común en donde Polonia era posible, y la hamburguesería en Bloomsbury, y este pub caluroso con vidrios empañados: todo siempre está en otro lugar.


©Fabián Russo

domingo, 19 de julio de 2009

Grises mascarillas


Se sueña poco la tarde, y se desdice como una pluma que cae sobre el tejado gris de la ciudad en lluvia. Desdice su rito de soles y veredas transgrediendo el solitario hueco en que cerraba la siesta su color de mediodía. Ya no hay más nada de eso. Acaso quedan los plátanos, ya viejos y nudosos, esperando que llegue el limbo de su primavera para expulsar el polvo que retienen al paso del invierno. Lo que queda es un gris mal entrazado, un gris de veintiún siglos que hallan el cauce de su historia en rajaduras invisibles, sonoras. Los hombres ahora van encapsulados buscando aquel murmullo original que ya no los contiene, los oídos llenos de sonido, la mirada en homilía de un rito descarnado: el olvido de sí habilitando a ese otro que no es más que una máscara. La paradoja de que esta máscara no resuene, no amplíe la voz del alma, y se quede, mero cartón con elástico gastado y tres agujeros, un personaje eventual, ya no persona, bobo de kermesse.

©F.R.

miércoles, 1 de julio de 2009

Memoria con Pina Bausch



Hace once años atrás, en Wuppertal, ella se deslizaba descalza sobre una gigantesca pista de baile. Era su cumpleaños. Desde el escenario, veía su figura menuda y ágil como un delfín bailando los tangos que hacíamos con la orquesta Veritango, dirigida por Alfredo Marcucci. No dejaba de concentrarme en la canción mientras seguía hipnotizado por Pina Bausch bailando tangos en su cumpleaños. Si hubo algo que sí me quitó del ensueño fue aquel momento en que Teté Rusconi, milonguero de fuste, me agarró de los pies apoyándose en el proscenio diciendo “¡vamos, gordo, esa!” en medio de Suerte loca. Porque en aquel cumpleaños estaba Teté, estaba Juan Carlos Copes, que bailó con su hija toda la noche, simplemente caminando por el círculo exterior como si no quisiera ser reconocido o por respeto a aquella a la cual se le hacía el homenaje. Había mucha gente. Al término del concierto –cuando me acercan a la gran coreógrafa para saludarla- se me ocurrió decirle por lo bajo que, entre esa multitud, estaba Copes, y no tuve que explicarle quién era. Ella me hizo un guiño cómplice y yo, que no bailo nada, terminé en la pista con ella en un tango. Hice lo que pude, caminé con Pina Bausch pegada a mi cuerpo sin creer completamente lo que estaba sucediendo. Así fue que nos fuimos acercando al maestro y, terminado el tango, hice las introducciones pertinentes. Así fue que Copes y Pina Bausch bailaron. A esa altura, Teté, al otro lado del gran salón de la Escuela de Danzas de Wuppertal, ya estaba organizando la trasnoche en café Ada, muy cerca de allí.

©F. Russo

viernes, 26 de junio de 2009

Hace siete años



Hay veces en las que se me complica más de lo habitual explicar a mis amigos en otras latitudes (algunas boreales, otras australes, social o geográficamente) cómo es la vida en un país neo-colonizado. Porque en éste, como en tantos otros, nunca se llevó a cabo una descolonización, sólo hubo cambio de amos. Y de allí en adelante, el futuro o eso que llamamos la historia nacional. Difícil explicar de qué se trata esto de que una corporación política, cimentada en la filosofía de “mejor ser cabeza de ratón que cabeza de león”, que tanto repetía mi viejo como si fuera una gran máxima que me guiaría en el camino de la argentinidad –claro, una sin gloria-, llegado el momento de la charada electoral para seguir argumentando que se vive en democracia, ésa en donde se vota lo que te permiten votar; que esa corporación, sigo, sea siempre la misma, y que sea tan respetuosa de la estructura federal/unitario. El poder que se negocia entre gobernadores, caudillos, señores feudales del siglo XXI; el poder que se negocia entre terratenientes, la burguesía, los oligarcas, los banqueros; ambas facciones que negocian entre sí y, en sus acuerdos, esas sombras patéticas que andan por las calles muñidos de maletines y apuros, esas otras que aran inmensidades, esas otras de biología binaria frente a monitores centelleantes. Hoy, hace unos años atrás, recuerdo estar parapetado atrás de quién sabe qué auto o cartel mientras veía a una señora ama de casa en la puerta de su edificio en la avenida Callao con un balde de agua y limón para que rehogáramos allí los pañuelos y así apaciguar los efectos del gas lacrimógeno –me impactó esa señora sabiendo acerca de eso-, hoy esa tarde, si es posible esta gramática, morían Kosteki y Santillán. Se me hace difícil explicarle a mis amigos de otros lares lo ridículos que podemos ser los argentinos, lo disciplinados en la desmemoria, lo cómodos, lo cínicos que podemos ser, lo desvergonzados al seguir creyendo que es mejor ser “vivo” a “inteligente” (que tantas veces me reprochan esa falta de fe de mi parte), qué fóbicos al creer y creer y creer. ¡Qué se yo, como decía Borges acerca de su identidad como poeta, “menos que un cantor de tangos”! Se me complica a veces explicar y, encima, siendo menos que Borges.
©Fabián Russo

domingo, 3 de mayo de 2009

Paul Célan,Tango y Fuga de la muerte



Fuga de muerte



Leche negra del alba la bebemos al atardecer

la bebemos al mediodía y a la mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
Cavamos una fosa en los aires allí no hay estrechez
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
lo escribe y sale a la puerta de casa y brillan las estrellas silba llamando a
sus perros
silba y salen sus judíos manda cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocad ahora música de baile
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodra te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
Tu cabello de ceniza Sulamita cavamos una fosa en los aires allí no hay
estrechez.
Grita cavad más hondo en el reino de la tierra los unos y los otros cantad y tocad
echa mano al hierro en el cinto lo blande tiene ojos azules
hincad más hondo las palas los unos y los otros volved a tocar música de baile.
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodra y a la mañana te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete tu cabello de
ceniza Sulamita él juega con serpientes.
Grita tocad más dulcemente a la muerte la muerte es un amo de Alemania
grita tocad más sombríamente los violines luego subiréis como humo en el aire
luego tendréis una fosa en las nubes allï no hay estrechez
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodia la muerte es un amo de Alemania
te bebemos al atardecer y a la mañana bebemos
y bebemos la muerte es un amo de Alemania su ojo es azul
te alcanza con bala de plomo te alcanza certero
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete
azuza sus perros contra nosotros nos regala una fosa en el aire
acosa con las serpientes y sueña la muerte es un amo de Alemania
tu cabello de oro Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita.

Traducción del alemán de Jesús Muñarriz

Tras la caída de la república de Weimar en Alemania, se produce la llegada al poder del Nazismo que intenta borrar toda huella de las tendencias que lo antecedieron prohibiendo, por ejemplo, al Jazz. A pesar de haber compartido con la música negra norteamericana el espacio teatral de aquellos tiempos, el Tango ocupa ese eventual vacío. El Tango se volverá a escuchar y bailar tanto en Alemania como en los territorios ocupados. Más allá de las orquestas europeas con acordeones y ritmo extremadamente rígido a cargo de músicos europeos, la Waffen SS contrataba a la orquesta argentina Bianco-De Ambroggio que hacía giras por diferentes países. El tango Plegaria, de Eduardo Bianco, era el preferido por los oficiales nazi al punto de que los músicos judíos eran obligados a tocarlo durante los trabajos, marchas, castigos y ejecuciones en el campo de exterminio de Janowska, cerca de Czernowitz en Rumania, suceso que queda documentado en los versos de Fuga de la muerte de Paul Célan, uno de los más grandes poetas del siglo XX, quien pasó allí su adolescencia viendo morir a su familia.

(Extraído de TANGO EN LOS PAISES BAJOS http://www.10tango.com/notas/13236-%3E%3B+TANGO+EN+LOS+PAISES+BAJOS)

©Fabián Russo

sábado, 3 de enero de 2009

Nietzsche y los rayos catódicos


Leyendo el prólogo del Aurora de Nietzsche es posible inferir, o entre-leer, que estaba teniendo ya la visión de que el siglo XX sería el de los individuos, del sujeto asido a su diferenciación de la masa, sujetando y siendo sujetado por el espacio vacío que lo une al otro; tan fuertemente que el otro, los otros, puede devenir en “los demás”, lo que están de más, ya que se erige el culto al yo, a la conciencia del existir en el mundo según los valores que el mundo propone y no en una meditación profunda respecto de la existencia. No se existe sin el otro. Sin embargo, el gran tema del siglo ha sido la relación del ser humano consigo mismo. Como no hay pensamiento que surja de modo solitario en la cultura, el Rimbaud adolescente había anunciado aquello de “¡Qué siglo de manos!” y en Victor Hugo aparece ya esa mirada que apunta hacia laberintos de la moral tal como también lo hace Dostoievsky con su Rashkolnikov o aquel autorretrato de El jugador. Al mismo tiempo, cerrando el siglo de las manos, surgen las corrientes teosóficas que intentan ocupar el lugar que las religiones superiores de Occidente habían abandonado mucho tiempo atrás en una combinación de elementos tanto del hinduísmo, antiguos rituales egipcios y creencias paganas nórdicas que influirían tanto en el surgimiento del Nazismo como en la aparición de Krishnamurti, en el otro extremo. El siglo XX nos ha dejado, tras la caída que anunciaba Nietzsche, un hundimiento mayor del que pudo haber imaginado. Aquel dios que había muerto, aquella moral que ya no “ligaba” al hombre consigo mismo por lo que se erige como adorador y adorado, aparece ahora (desde los años 50) en la forma del televisor que, según Peter Sloterdijk, es la última técnica de meditación de la humanidad tras la caída de las religiones tradicionales. Ya nueve años del siglo XXI, leo el prólogo del Aurora mientras siguen estallando los fuegos artificiales y algún pibe enmascarado dispara un tiro que, tarde o temprano, inadvertido entre el bullicio, le pegará en el pecho en un eterno retorno.


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