jueves, 31 de diciembre de 2009

Pocas pulgas


Odiaba que le dijeran qué debía hacer. Y ya no era un chico. Solamente tenía poca paciencia para los que le indicaran, aunque más no fuera amablemente, cualquier cosa que tuviera que ver con lo que considerara parte de su territorio. Se solía decir que era fuerte de carácter para justificar con indolencia eso que para todos era un exceso, un mal adolescente que se le había instalado como el comerse las uñas o masturbarse demasiado. Lo cierto es que era insoportable ciertos días en que nada lo conformaba, y al primero que tuviera cerca se lo hacía sentir. Mientras más intentabas calmarlo o hacerlo entrar en razones, era peor el encarajinamiento. Unos días atrás no sé qué le había dicho Horacio, el vinero, un petiso de bigotes que levantaba los pedidos en los restaurantes y siempre tenía un chiste nuevo que contar. Era entrador el petiso Horacio, nunca supe el apellido, llegaba con una sonrisa que con sólo mirarlo te hacía cómplice de algo que todavía no sabías, entonces no importaba si el cuento era bueno, te reías nomás porque te estabas aguantando desde que cruzó la puerta. El caso es que aquella noche el único que no se reía era Alonso, lo miraba fijo al petiso Horacio como si le debiera algo; guita no porque el petiso estaba forrado con su negocio aunque no ostentaba. El otro día escuché por ahí que fue por una mina pero en ese caso la cagaba yo también porque estuve comiendo largo de ese bocado y el tipo nunca se mosqueó. Había otra cosa, ese era el tipo de tonterías que lo sacaban de quicio a Alonso y que lo hacían merquear de más. Pasaron unas semanas, era la de año nuevo. Yo había estado cenando en lo de una gente conocida de la mujer que tenía en esos días, terminamos de comer y a uno se le ocurrió que fuéramos a tomar unas copas a un bar que conocía cerca del Barri Gotic. Era chico el lugar, típica fonda, mesas en hilera, la barra al fondo en perpendicular, la cafetera a la izquierda ocupando un tercio del mueble, la caja al lado, un par de campanas de vidrio con tapas de ayer y bocatas de anteayer. Había de todo ahí, colombianos, uruguayos, chilenos, de los nuestros. Como me cayó bien de entrada la gorda que atendía, me le fui al humo, y más con los tragos que corrían como agua. En eso, entró Horacio, el vinero, con otros dos, los tres muy bien vestidos y, claro, riéndose. Saludos a discreción y se acercó a la barra a pedir lo suyo. Le conté que estaba por irme en unos días para Hamburgo y le cambió el tono de voz con el semblante. Me dijo que, si me interesaba, tenía un negocio para mí. Me quedé en silencio como para que no creyera que estaba desesperado y me ofreciera poco y nada. No esperó mucho hasta que se me acercó un poco más como elongándose, cosas de petiso, y dijo una sola palabra: “menores”. Tuve que hacer un esfuerzo mental para darme cuenta de qué se trataba y no sólo por el alcohol que venía tomando de toda la noche. Levanté la mirada y vi que la mujer con la que había llegado estaba en los brazos de un negro alto como un árbol que la meneaba en su salsa sin necesidad de música, vi a los de mi mesa que ya habían abierto un sobrecito nuevo, vi a la gorda que le pasaba un trapo a la superficie de la barra y casi me tocaba el codo, vi los ojos del petiso que me miraba esperando una reacción con el bigote levantado en media sonrisa, y vi -no sé cómo- que se acercaba Alonso de algún lado que no era la entrada ni el salón. Fue rápido. Se metió entre nosotros y agarró mi vaso, uno de esos vasos flacos para cerveza, lo rompió contra el borde del estaño y cruzó el filo por el cuello del vinero, de izquierda a derecha, dejándolo con la boca abierta y largando eructos. Alguien gritó que había que salir corriendo y el bar se vació de golpe. Yo estaba tieso de la sorpresa pero agarré el trapo que tenía la gorda en la mano y lo apreté contra la garganta del petiso Horacio por reflejo. La gorda me decía “te vas, te vas”. En algún momento me encontré en la calle y corrí en dirección contraria a todos los demás como hacían todos los demás. Volví de Alemania casi un año después y, aunque del tema no se hablaba, supe que Alonso estaba quemando crack en Carabanchel desde hacía unos meses por una estafa o algo así. Decían que estaba bien, que la hermana hablaba por teléfono con él casi todos los días y decía que estaba bien. Linda la hermana de Alonso, la tendría escondida por eso, es una morenita alta de ojos claros, me la señalaron el otro día en un restaurante argentino nuevo que pusieron cerca de las Ramblas, estaba de camarera. Al vinero nadie lo menciona aunque se extrañan sus chistes.

©Fabián Russo

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