A Jean Paul Caudrec
La persona, parece, sería, como se dice,
una máscara; uno, aquí, que se llamaba, cosa
curiosa, justo así,
multiplicó perfil y verbo, distribuyéndose en ellos,
como piedras o como cartas; rey, sota, caballo y as,
y un solo mazo verdadero. Y, sin embargo,
qué tímida parece ahora su dispersión: la salud
misma más bien: un cuerpo de cuatro caras,
repleto y sólido: que el corral tenga cuatro lados,
y uno solo, circular, da lo mismo, si eso ayuda, ¿no?
a evitar que la bestia anónima,
e infinita también, ¿no es cierto?,
rompa, de golpe, en estampida. La bestia, sí,
que daba, ya, señales de vida, atrás,
mandando a la superficie, de tanto en tanto,
rugidos, latidos, olor animal, el légamo sin fin
de ese pantano, negro, que trabaja, continuo,
y nos muestra, de pronto, que la casa natal,
con sus rincones familiares y con sus voces familiares,
no tenía, ¿cómo era que se dice?, cimientos. No es
ni amiga ni enemiga y el ser, frágil,
que desgarra con sus dientes, había tenido,
hasta ese entonces, una especie de ilusión,
como el chico que en la noche de carnaval,
pretende darle miedo a los demás con su máscara. Ahora está
en lo que podría llamarse ese torbellino,
en vilo entre los belfos de la bestia,
en el centro de su propia oscuridad
-y cómo
quisiera que, viniendo despacio, como antes, desde la cocina,
desde el patio, en la noche cítrica, una mano,
materna o familiar, es decir, de dedos conocidos,
en el viejo sentido, anterior a la explosión,
a esta deriva sin dirección y sin bordes,
encendiera, por fin, la luz,
del cuarto sin lujo, austero,
con, apenas, lo necesario para reconocer
el honor y la constancia de lo que es,
lo que es en su seguir siendo,
mesa, jarra, botella, ventana y paraíso.
No en tanto que la máscara
sino leal en su simplicidad
borde
abandono
y transparencia
En El arte de narrar. Poemas
Buenos Aires, Planeta, 2000
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