domingo, 28 de agosto de 2011

Paolo Uccello

Se llamaba en realidad Paolo di Dono; pero los flo­rentinos lo apodaban Uccellí, o Pablo de los Pájaros, de­bido a la gran cantidad de pájaros representados y de animales pintados que llenaban su casa, pues era demasiado pobre para alimentar animales o para ob­tener los que no conocía. Hasta se dice que en Padua ejecutó un fresco de los cuatro elementos, y que dio por tributo al aire la imagen del camaleón. Pero ja­más había visto ninguno, de manera que representó un camello panzón y con la boca abierta. (Ahora bien, explica Vasari, el camaleón se asemeja a una pequeña lagartija seca, mientras que el camello es un animal grande y desgarbado) Pues Uccello no se preocupaba de la realidad de las cosas sino de la multiplicidad. y de la infinitud de las líneas. De manera que trazó campos azules y ciudades rojas y jine­tes revestidos de armaduras negras y montados sobre caballos de ébano cuyo hocico está en llamas y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia, todos los puntos del cielo. Y tenía la costumbre de dibujar mazocchi, que son círculos de madera recubiertos de paño que se colocan sobre la cabeza, de modo que los pliegues de la tela que cuelga rodean todo el rostro. Uccello representó algunos puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas, dispuestos en pirámides y en conos, de acuerdo a todas las apariencias de la perspectiva, de manera tal que encontraba un mundo de combina­ciones en los dobleces del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía: "¡Ah! ¡Paolo, dejas la substancia por la sombra!"
Pero el Pájaro proseguía su obra paciente, y re­unía los círculos, y dividía los ángulos, y examinaba todas las creaturas bajo todos sus aspectos, y se ha­cía explicar los problemas de Euclides por su amigo el matemático Giovanni Manetti. Luego se encerraba y cubría sus pergaminos de puntos y curvas. Se de­dicó al estudio perpetuo de la arquitectura, en el cual pidió ayuda a Filippo Brunelleschi. Pero no era con la intención de construir. Se limitaba a observar las direcciones de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y la manera de cerrar las bóvedas, y el es­corzo en forma de abanico de las vigas del techo que parecían unirse en las extremidades de las largas sa­las. Representaba también a todos los animales y sus movimientos, y los ademanes de los hombres, a fin de reducirlos a líneas simples.
En seguida, a semejanza del alquimista que se in­clinaba sobre las mezclas de metales y de órganos es­perando su fusión en el horno para encontrar oro. Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía a fin de obtener su transmutación en la forma simple de la cual dependen todas las otras. Por eso Paolo Uccello vivió en el fondo de su casita como un alquimista. Creyó que podría transformar todas las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras desde un centro complejo.           
En torno suyo vivían Ghiberti, della Robbia, Bru­nelleschi, Donatello, orgulloso y dominando su arte cada uno de ellos, burlándose del pobre Uccello y de su locura de la perspectiva, lamentando su casa llena de arañas, vacía de provisiones. Pero Uccello era aún más orgulloso. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto la manera de crear. Su meta no era la imitación sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de caperuzas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello.
Así vivía el Pájaro, y su cabeza pensativa estaba envuelta en su capa. No prestaba atención a lo que comía ni a lo que bebía. Era muy parecido a un er­mitaño. Hasta que un día en un prado, cerca de un círculo de viejas piedras metidas entre la hierba, advirtió la presencia de una joven que reía, con la cabe­za ceñida por una guirnalda. Llevaba un vestido lar­go delicadamente sostenido en el talle por una cinta pálida, y sus movimientos eran flexibles como los ta­llos que ella doblaba. Se llamaba Selvaggia, y sonrió a Uccello, que notó la inflexión de su sonrisa. Y cuan­do lo miró, Uccello vio todas las pequeñas líneas de sus cejas, los círculos de sus pupilas, la curva de sus párpados y los enlaces sutiles de sus cabellos, y en su mente hizo describir a la guirnalda que ceñía su frente una multitud de posiciones. Pero de eso nada supo Selvaggia, porque sólo tenía trece años. Tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era hija de un tintorera de Florencia, y su madre había muerto. Otra mujer había venido a su casa y le había pegado a Selvaggia. Uccello la trajo consigo.
Selvaggia permanecía todo el día echada delante del muro sobre el cual Uccello trazaba las formas uni­versales. Jamás comprendió por qué prefería consi­derar las líneas rectas y las líneas arqueadas en vez de mirar el tierno rostro que tenía delante. De noche cuando Brunelleschi o Manetti venían a estudiar con Uccello, ella se dormía, pasada la medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas en el círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. De mañana, se despertaba antes que Uccello, y se alegraba de estar rodeada de pájaros pintados y de animales de colores. Uccello dibujaba sus labios, y sus ojos, y sus cabellos, y sus manos, y fijaba todas las posturas de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como hacían otros pintores que amaban a una mujer. Porque el Pájaro no conocía la alegría de limitarse a lo individual. No permanecía en un mismo lugar. Quería planear en su vuelo por en­cima de todos los lugares. Y las formas de las postu­ras de Selvaggia fueron echadas al crisol de las for­mas, con todos los movimientos de los animales, y las líneas de las plantas y de las piedras y los rayos de luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. y sin acordarse de Selvaggia, Uccello parecía quedarse eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.
Sin embargo, no había qué comer en casa de Ucce­llo. Selvaggia no se atrevía a decírselo a Donatello ni a los demás. Guardó silencio y murió. Uccello repre­sentó la rigidez de su cuerpo y la unión de sus mani­tas delgadas y la línea de sus pobres ojos cerrados.
No supo que estaba muerta así coma no había sabido si estaba viva. Pero añadió estas nuevas formas a to­das aquellas que había reunido.   
El Pájaro envejeció, y nadie comprendía ya sus: cuadros. Solo veían una confusión de curvas. No re­conocían ya ni la tierra, ni las plantas, ni los anima­les, ni los hombres. Desde hacía muchos años, traba­jaba en su obra suprema, que ocultaba a todas las miradas. Debía abarcar todas sus búsquedas, y era, en su concepción la imagen de ellas. Representaba a. santo Tomás incrédulo, tocando la llaga de Cristo. UccelIo terminó su cuadro a los ochenta años. Hizo venir a Donatello, y lo descubrió piadosamente en su presencia. Y DonatelIo exclamó: "¡Oh Paolo, vuelve a tapar tu cuadro!". El Pájaro interrogó al gran es­cultor, pero éste no quiso decir nada más. De mane­ra que UccelIo supo que había llevado a cabo un mi­lagro. Pero Donatello no había visto más que una confusión de líneas.
Y algunos años más tarde encontraron a UccelIo muerto de agotamiento en su jergón. Su rostro estaba radiante de arrugas, sus ojos fijos en el misterio re­velado. Tenía en su mano estrictamente cerrada un pequeño círculo de pergamino cubierto de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro.


de Vidas Imaginarias, Marcel Schwob

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