jueves, 30 de julio de 2009

Topoi



De camino a la omnipresente estación de King’s Cross solía detenerme frente a la que fuera una de las casas que habitó Virginia Wolf en Bloomsbury, ahora convertida en la Virgina Woolf’s Hamburguers. Por extraño que parezca, esta falta total de sensibilidad por parte de los londinenses, o de quienes rigen los destinos de la ciudad, me pareció proporcional a su mal gusto. A pocas calles de allí se levanta un complejo habitacional, una especie de manzana rodeada por monobloques que tiene en el centro una plaza de cemento con un gran supermercado a un costado donde la verdura y las hortalizas están siempre fuera de condición, al que un amigo local llamaba “Polonia”, por su aspecto sucio, alienante, antiestético y peligroso en las noches frías y solitarias de aquel barrio. Él sólo intentaba trazar una dicotomía entre lo que comúnmente pudo haber sido Londres y en lo que se había convertido por la inmigración que trajo la caída del Muro de Berlín. De todos modos, los polacos no tenían mucho brillo según las mentes de los europeos que habían superado los cuarenta años. Esta nueva xenofobia provenía, como siempre, de miedos antiguos, de mitos que no encontraron justa representación, tal vez, en las mejores obras de arte de sus tiempos aunque sí en batallas militares y grandes planes de exterminio. De algún modo, había que matar al polaco o al yugoslavo o al marroquí o a todo aquel que pudiera tentarse en, por su sola presencia, modificar algo hacia el futuro. Tal vez, era como aquella prevención hacia sus seguidores argentinos de parte de Witold Gombrowicz cuando subía al avión de regreso a Europa: “¡Maten a Borges!”. El polaco, Londres, Borges. Borges y Witold. Dicotomías. Pudo Borges haberse sentado a la gran mesa de roble del edificio Canning, a metros de la amplia Embajada Argentina, como si de él dependiera la exportación de carnes, el pedido por un rey o el amor por Conrad, el polaco.
Entonces, andando por Bloomsbury, creí haber comprendido, del brazo de mi amigo, que yo formaba parte de esa idiosincrasia mientras me hallara en Londres. Ante mi comentario, Brian fue cortante no podés compararte, sos un hombre de mundo, y poniendo mi mejor sonrisa intenté hacerle creer que lo consideraba un cumplido. Había conocido el mundo, es cierto, mis viajes eran tema de tertulias en sobremesas y ya se me confundían por la mera repetición del relato. Mirando el suelo para conseguir que mi paso fuera firme sobre la humedad congelada, pregunté por qué una hamburguesería, a lo que Brian replicó:"¿hubiera sido mejor un loquero?" Pensé que la otra opción era una librería, pero me callé la boca al advertir el lugar común. Topoi. Entonces se abrió ante mi una paradoja que no pude más que compartir con Brian, quien, a esa altura, ya pregonaba con insistencia que entráramos en un pub a beber una buena cerveza negra y tibia; una ciudad es cambio permanente como sus ocupantes y la conservación de costumbres sólo puede mantenerse en la repetición, en los rituales. Entonces la simple observación puede dar una idea de qué es aquello a lo que los de un lugar se aferran para sostener una probable identidad. Como imágenes de una serie de espejos estáticos se suceden los pasos del ritual, horadando el camino tan transitado desde hace generaciones. El extraño allí es paria. El aire denso y cálido del pub nos envolvió como una madre egoísta y borracha. Nos sentamos en una mesa bastante retirada de un grupo que competía a los dardos sonoramente. Me pareció sugestivo el hecho de que un dardo se clavara a unos veinte centímetros de nuestra ubicación. Todo sería mi culpa, yo, que no tomaba del asa el balón que contenía mi cerveza y la rodeaba con mi mano enguantada. Sería tal vez por eso que las miradas iban y venían de nuestra pequeña mesa al fondo del salón Mi amigo Brian no me había prevenido acerca de esto tal vez porque no era importante y, por simple elegancia, no haría ningún comentario acerca de mi raro hacer. Ignorando lo que posiblemente estaba sucediendo, seguimos hablando con mi amigo de nuestros libros y nuestros viajes. En la conversación, quizás producto de la fuerte cerveza y el abrupto calor del lugar cuando entramos, mi mente empezó a divagar sin perder el hilo de la conversación. Este desdoblamiento me era posible desde la infancia y nadie jamás lo había notado; era como si repentinamente estuviera ya en otro lugar sin abandonar éste. Y, tal vez, era ése el gran lugar común en donde Polonia era posible, y la hamburguesería en Bloomsbury, y este pub caluroso con vidrios empañados: todo siempre está en otro lugar.


©Fabián Russo

domingo, 19 de julio de 2009

Grises mascarillas


Se sueña poco la tarde, y se desdice como una pluma que cae sobre el tejado gris de la ciudad en lluvia. Desdice su rito de soles y veredas transgrediendo el solitario hueco en que cerraba la siesta su color de mediodía. Ya no hay más nada de eso. Acaso quedan los plátanos, ya viejos y nudosos, esperando que llegue el limbo de su primavera para expulsar el polvo que retienen al paso del invierno. Lo que queda es un gris mal entrazado, un gris de veintiún siglos que hallan el cauce de su historia en rajaduras invisibles, sonoras. Los hombres ahora van encapsulados buscando aquel murmullo original que ya no los contiene, los oídos llenos de sonido, la mirada en homilía de un rito descarnado: el olvido de sí habilitando a ese otro que no es más que una máscara. La paradoja de que esta máscara no resuene, no amplíe la voz del alma, y se quede, mero cartón con elástico gastado y tres agujeros, un personaje eventual, ya no persona, bobo de kermesse.

©F.R.

miércoles, 1 de julio de 2009

Memoria con Pina Bausch



Hace once años atrás, en Wuppertal, ella se deslizaba descalza sobre una gigantesca pista de baile. Era su cumpleaños. Desde el escenario, veía su figura menuda y ágil como un delfín bailando los tangos que hacíamos con la orquesta Veritango, dirigida por Alfredo Marcucci. No dejaba de concentrarme en la canción mientras seguía hipnotizado por Pina Bausch bailando tangos en su cumpleaños. Si hubo algo que sí me quitó del ensueño fue aquel momento en que Teté Rusconi, milonguero de fuste, me agarró de los pies apoyándose en el proscenio diciendo “¡vamos, gordo, esa!” en medio de Suerte loca. Porque en aquel cumpleaños estaba Teté, estaba Juan Carlos Copes, que bailó con su hija toda la noche, simplemente caminando por el círculo exterior como si no quisiera ser reconocido o por respeto a aquella a la cual se le hacía el homenaje. Había mucha gente. Al término del concierto –cuando me acercan a la gran coreógrafa para saludarla- se me ocurrió decirle por lo bajo que, entre esa multitud, estaba Copes, y no tuve que explicarle quién era. Ella me hizo un guiño cómplice y yo, que no bailo nada, terminé en la pista con ella en un tango. Hice lo que pude, caminé con Pina Bausch pegada a mi cuerpo sin creer completamente lo que estaba sucediendo. Así fue que nos fuimos acercando al maestro y, terminado el tango, hice las introducciones pertinentes. Así fue que Copes y Pina Bausch bailaron. A esa altura, Teté, al otro lado del gran salón de la Escuela de Danzas de Wuppertal, ya estaba organizando la trasnoche en café Ada, muy cerca de allí.

©F. Russo