sábado, 15 de marzo de 2008
Línea N (Waterlooplein- Estación Piedras)
Espero que me alcance el aire. Ya dejé atrás doscientos metros y ahora solo me sigue un jinete. No me alcanza. Después de la próxima esquina podré esconderme en el umbral de la zapatería de van der Molen. Pesa el abrigo de cuero pero perdería segundos clave en quitármelo, el sudor baja por mi espalda. Los cascos del caballo cambian el ritmo y se resbalan contra el empedrado. El jinete sigue gritándome que me detenga y me insulta mientras más me alejo. Allá veo a Marieke, cayó al suelo. Un poco más, solo un poco más. Tengo que ayudarla, no puedo hacer como que no la veo y buscar refugio. Gano tiempo saltando sobre las baldosas rotas que les arrojamos y los cartuchos vacíos de los gases. No parece Ámsterdam. Pensar que desde hace veinte años venimos pudiendo sin enfrentamientos con la policía, nunca habían llegado tan lejos. Es cierto que el mundo ha cambiado, ya no son los ‘60 y nosotros, que fuimos antes que los hippies y toda la contracultura, nos vemos ahora en la disyuntiva de pelear por nuestros hogares con molotov en las manos y cadenas de bicicleta. Henk tenía razón, tal vez debíamos pertrecharnos mejor, pero cómo hacerlo sin traicionar nuestro ideal de libertad y no violencia. Nuestra pequeña revolución solo consistía en que nos dejen en paz, un especie de anarquismo que fuimos inventando leyendo a Thomas Leary, Herbert Marcuse y al Maharishi. ¿Por qué no íbamos a ocupar esos viejos edificios abandonados que seguían en pie desde el siglo XV o el XVI? ¿Por qué nos quitan los hogares? ¿Qué haremos con nuestras familias? Éste, nuestro barrio, nuestro mundo, el Nieuwmarkt, nunca será el mismo si logran construir esas atrocidades. De alguna manera, esperábamos el apoyo de los amsterdammers. Fuimos demasiado ingenuos. Ahora, mayo de 1982, aquellos que antes nos seguían con respeto y admiración se ríen de nosotros, “jóvenes viejos”, dicen en voz baja cuando nos ven pasar, “patéticos”. ¿No se dan cuenta que hoy son nuestras casas, éstas que ocupamos en nuestro derecho, que hoy es la construcción de este circo, de este edificio en donde planean instalar tanto la Ópera de la ciudad como la Legislatura, y mañana serán otras las conquistas arrasadas en nombre del progreso y el beneficio económico de este u otro constructor? Este país está bajo el poder de los constructores. Sólo quedará nuestra lucha por que se legalizara el cannabis, nuestra victoria a favor del uso de bicicletas en vez de automóviles contaminantes, y esta batalla en la que nos están venciendo a palos y balas de goma. Cada vez son más, han llegado los carros de asalto escupiendo hombres armados que se dispersan en todas direcciones, seremos los eternos derrotados. Ámsterdam era un pueblo tranquilo, desde la ocupación de los Nazis no se veía esto. Ya llego, Marieke, ya llego; siento el calor de los muslos al tomar velocidad. Estaban esperando esta momento, hace años que querían darnos duro, solo esperaban que saliéramos a la calle a protestar, a defender nuestro derecho a tener un lugar para vivir. Casi sin aliento alzo a Marieke de los hombros para seguir corriendo, huele a vómito y agua con limón para los ojos; dice mi nombre, Frans, en una exhalación entre agradecida y resignada. Juntos intentamos alejarnos cada vez más de los jinetes y sus bastones. Pasa un cartucho de gas cerca de nuestras cabezas y ya llegan los carros hidrantes por diferentes flancos. De un salto Marieke y yo caemos en el hueco del nuevo subterráneo, la única línea de Metro de la ciudad, ésta que comienza aquí y ahora en Waterlooplein. Caemos y con nosotros el gas, el agua helada, caemos redondamente hasta el fondo del hueco como en un sueño, se oyen las herraduras golpeando cerca contra el asfalto, acercándose. Caemos sin soltarnos hasta más allá de nuestros cuerpos, caemos en un corredor iluminado, el piso limpio de la estación Waterlooplein. Detrás de unos vidrios, venden boletos unas chicas pulcras y uniformadas en azul con motivos amarillos, los molinetes no cesan de hacer un ruido seco con los pasajeros que pasan a nuestro alrededor sin vernos con sus bolsos, sus maletines, sus trajes, raudos y ausentes hacia algún lugar. Busco a Marieke para chequear cómo se encuentra, si los golpes la dejaron malherida, pero no la encuentro a mi lado. Está de pié, quieta, pasmada frente a una gran imagen que ocupa las paredes de la estación, fotografías inmensas que recuerdan la “Batalla de Waterlooplein”, como reza un cartel en un costado. Marieke llora en silencio al ver los cuerpos golpeados, los policías con sus bastones y caballos, la gente que corre desesperada e inmóvil por evitar la fuerza contundente del agua en suspenso que sale de los carros hidrantes. Marieke está de pie, con la mirada fija en aquella mujer que vomita encorvada sobre el empedrado y que es ella misma congelada en el tiempo de la fotografía, y se toca el rostro que ha envejecido y llora. Estoy desconcertado, no sé lo que sucede, Marieke me mira y veo en sus ojos y en su boca el paso real del tiempo. No entiendo. Arriba en el techo, un cartel luminoso indica que son las 17.30, que es diciembre, 19 de diciembre, y han pasado casi veinte años desde que caímos a este lugar. Hacia donde mire están estas grandes imágenes de la lucha que libramos a unos seis metros sobre nuestras cabezas, los escudos de mimbre de los uniformados, la gente saltando, huyendo de la represión. Esa juventud cercenada que odiaba la monarquía y todo lo que representara el poder perverso de los políticos de turno. Sobre las ventanillas de venta de pasajes, el sello de armas de la Reina, de la casa de Orange. El abrigo de cuero es más incómodo que nunca, a pesar de ser diciembre hace muchísimo calor. Me lo quito y corro hacia la escalera en busca de la superficie. El calor es cada vez más agobiante y húmedo. Desde arriba un hombre que parece conocerme me grita para que apure el paso, que los milicos vienen al galope por la avenida. El olor al gas lacrimógeno no se ha disipado y los gritos de la gente y las corridas se oyen con claridad. Aquel que parece conocerme me grita “¡Vamos, Martín, corré!”, y no reconozco el nombre aunque me siento aludido. El olor del gas es cada vez más penetrante, ya estoy cerca de la salida. Sobre mi cabeza, en el momento de saltar a la calle, un antiguo cartel de hierro forjado dice “Estación Piedras”. Se acerca un jinete de azul blandiendo su bastón para pegarme pero logro escabullirme corriendo por Avenida de Mayo con el aliento recuperado, sintiéndome cada vez más joven aun con el alma transida, corriendo hacia la 9 de Julio donde parece que vamos a reagruparnos. En cualquier momento declararán el estado de sitio.
©Fabián Russo, 2008
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