Uno es eso que acaba de olvidar, y es el instante siguiente que también ya está olvidado. El resto, imágenes imprecisas, sonidos difusos, aromas disueltos, palabras. Y, a pesar de todo, sé quién soy. No es un saber positivo, no busca articularse en nada ni pretende beneficiarme, no tiene una dirección. Tal vez ni siquiera sea un saber. Más bien, resulta cercano a una roca, o a las moléculas que hacen a la roca, o a aquello que interviene en la relación de esas moléculas para llegar a ser roca. Ser más que saber. Alguna vez un cínico, sintiéndose superior en su pequeñez, ironizó acerca de mi saber quién soy como acto de suerte hasta inmerecida poniendo en duda, claro, mi afirmación ya que, ignorante, creía que el que se conoce a sí mismo mágicamente resuelve sus contradicciones o, lo que es peor, acciona de ahí en adelante una voluntad que lo lleva a solucionar sus desencuentros consigo y con el mundo. No hay modo de transmitir el estupor que produce estar frente a la propia existencia si el otro no lo experimenta también. Eso que se conoce está olvidado y en su lugar habita un mito. Conocer es olvidar, sólo en la palabra puedo retener algo de aquello pero no su esencia volátil. Yo digo “sé” y soy. Él dice “sé” y sabe. Será por eso que se me hace imposible emprender la tarea de una autobiografía.
F.R.