martes, 25 de septiembre de 2007

Bar El cairo, Rosario, septiembre de 2007


El antiguo caserón se delata todavía en las paredes rosadas que, a modo decorativo, dan un aire bohemio al viejo bar modernizado con amplias pantallas de TV y publicidad cibernética. Está a la vista que el café cae en un cierto esnobismo lenta pero decididamente. El pequeño escenario, más que nada una tarima, recuerda al fallecido escritor que vio a lo largo de los años la evolución de su lugar de encuentro con amigos; Fontanarrosa preside la sala desde un retrato sobre una escueta mesa tijera de metal y una silla vacía. Como con los cafés tradicionales de Buenos Aires, aquí también la opción es cambiar o desaparecer. Habiendo sido la primera opción, la clientela actual encuentra una solución a sus contradicciones de clase mostrándose en una escenografía bohemia pero pulcra, de cuidado desorden y ese perfume a recato puritano que la lógica planetaria del mercado impone desde su origen anglosajón, bohemios por un rato que no pierden sus prerrogativas pequeño-burguesas. Como la puesta en acto de una nostalgia que viene de tiempos idealistas, parece un ancla que ayuda a mantener sonando y tensa la cuerda de la rebelión y del presente constante. Más cerca de un grand café europeo que de un boliche portuario del sur, El Cairo asoma intentando sostener su propio mito. El antiguo samovar que da a los ventanales de la calle Sarmiento se empaña por el aliento de tantas voces en murmullos bajo el alto techo color humo. El humo es lo que falta. También aquí nos prohíben fumar.