sábado, 18 de agosto de 2007

Polonia

De camino a la omnipresente estación de King’s Cross solía detenerme frente a la que fuera una de las casas que habitó Virginia Wolf, en Bloomsbury, ahora convertida en la Virgina Woolf’s Hamburguers. Por extraño que parezca, esta falta total de sensibilidad por parte de los londinenses o de quienes rigen los destinos de la ciudad, me pareció proporcional a su mal gusto. A pocas calles de allí se levanta un complejo habitacional, una especie de manzana rodeada por monobloques, que tiene en el centro una plaza de cemento con un gran supermercado a un costado donde la verdura y las hortalizas estaban siempre fuera de condición, al que un amigo local llamaba “Polonia” por su aspecto sucio, alienante, antiestético y peligroso en las noches frías y solitarias de aquel barrio. Él sólo intentaba trazar una dicotomía entre lo que comúnmente pudo haber sido Londres y en lo que se había convertido por la inmigración que trajo la caída del Muro de Berlín. De todos modos, los polacos no tenían mucho brillo según las mentes de los europeos que habían superado los cuarenta años. Esta nueva xenofobia provenía, como siempre, de miedos antiguos, de mitos que no encontraron justa representación en las mejores obras de arte de sus tiempos aunque sí en batallas militares y en grandes planes de exterminio. De algún modo, había que matar al polaco o al yugoslavo o al marroquí o a todo aquel que pudiera tentarse en, por su sola presencia, modificar algo hacia el futuro. Tal vez, era como aquella prevención hacia sus seguidores argentinos de parte de Gombrowicz cuando subía al barco de regreso a Europa en los '60: “¡Maten a Borges!”. El polaco, Londres, Borges. Borges y Witold. Dicotomías. Pudo Borges haberse sentado a la gran mesa de roble del edificio Canning, a metros de la amplia Embajada Argentina en Belgrave Square, como si de él dependiera la exportación de carnes, el pedido por un rey o el amor por Conrad, el polaco.