viernes, 11 de febrero de 2011

Roland Barthes, Los romanos en el cine (1957)

En el Julio César de Mankiewicz, todos los personajes tienen flequillo sobre la frente.
Unos lo tienen rizado, otros filiforme, otros en jopo, otros aceitado, todos lo
tienen bien peinado y no se admiten los calvos, aunque la Historia romana los haya
proporcionado en buen número. Tampoco se salvaron quienes tienen poco cabello y
el peluquero, artesano principal del film, supo extraer en todos los casos un último
mechón que alcanzó el borde de la frente, de esas frentes romanas cuya exigüidad
siempre ha indicado una mezcla específica de derecho, de virtud y de conquista.
¿Pero qué es lo que se atribuye a esos obstinados flequillos? Pues ni más ni
menos que la muestra de la romanidad. Se ve operar al descubierto el resorte
fundamental del espectáculo: el signo. El mechón frontal inunda de evidencia, nadie
puede dudar de que está en Roma, antaño. Y esta certidumbre es continua: los
actores hablan, actúan, se torturan, debaten cuestiones "universales", sin perder nada
de su verosimilitud histórica, gracias a ese emblema extendido sobre la frente: su
generalidad puede dilatarse con seguridad absoluta, atravesar el Océano y los siglos,
incorporar el aspecto yanqui de los extras de Hollywood, poco importa, todo el
mundo está instalado en la tranquila certidumbre de un universo sin duplicidad,
donde los romanos son romanos por el más legible de los signos, el cabello sobre la
frente.
Un francés, a cuyos ojos los rostros americanos aún conservan algo de exótico,
juzga cómica esa mezcla de morfologías: gángsters-sherifs y flequillo romano; en
todo caso es un excelente chiste de music-hall; para nosotros el signo funciona con
exceso: al dejar que aparezca su finalidad, se desacredita. Pero el mismo flequillo,
llevado por la única frente naturalmente latina del film, la de Marlon Brando, se nos
impone sin hacernos reír y no debería excluirse la posibilidad de que parte del éxito
europeo de este actor se deba a la integración perfecta de la capilaridad romana en la
morfología general del personaje. En contraste, Julio César resulta increíble con ese
aspecto de abogado anglosajón ya desgastado por mil segundos papeles policiales o
cómicos, con ese cráneo bonachón rastrillado por un lamentable mechón trabajado
por el peluquero.
Dentro del orden de las significaciones capilares, encontramos un subsigno: el
de las sorpresas nocturnas. Porcia y Calpurnia, desveladas en plena noche, muestran
los cabellos ostensiblemente desaliñados; la primera, más joven, tiene el desorden
flotante, es decir que la ausencia de arreglo aparece de algún modo en su primer
grado; la segunda, madura, presenta un punto flojo más trabajado: una trenza
contornea su cuello y aparece por delante del hombro derecho, imponiendo, de esta
manera, el signo tradicional del desorden, que es la asimetría. Pero esos signos son a
a la vez excesivos e irrisorios: postulan una "naturalidad" que ni siquiera tienen el
coraje de sostener hasta el fin: no son "francos".
Otro signo de este Julio César: todos los rostros sudan sin interrupción: hombres
del pueblo, soldados, conspiradores, todos bañan sus rasgos austeros y crispados con
un chorrear abundante (de vaselina). Y los primeros planos son tan frecuentes que,
sin lugar a dudas, el sudor resulta un atributo intencional. Como el flequillo romano
o la trenza nocturna, el sudor también es un signo. ¿De qué?: de la moralidad. Todo
el mundo suda porque en todos algo se debate; estamos ubicados en el lugar de una
virtud que se atormenta horriblemente, es decir en el lugar mismo de la tragedia; y el
sudor se encarga de manifestarlo. El pueblo, traumatizado por la muerte de César y
luego por los argumentos de Marco Antonio, el pueblo suda, combinando
económicamente, en ese único signo, la intensidad de su emoción y el carácter
grosero de su condición. Y los hombres virtuosos, Bruto, Casio, Casca, también
traspiran sin cesar, testimoniando el enorme tormento fisiológico que en ellos opera
la virtud que va a nacer de un crimen. Sudar es pensar (cosa que, evidentemente,
descansa sobre el postulado, propio de un pueblo de hombres de negocios, de que
pensar es una operación violenta, cataclísmica, cuyo signo más pequeño es el sudor).
En todo el film, sólo un hombre no suda, permanece lánguido, imberbe, hermético:
César. Evidentemente, César, objeto del crimen, permanece seco, pues él no sabe, no
piensa, debe conservar el aspecto nítido, solitario y limpio del cuerpo del delito.
También aquí el signo es ambiguo: permanece en la superficie, pero no por ello
renuncia a hacerse pasar como algo profundo; quiere hacer comprender (lo cual es
loable), pero al mismo tiempo se finge espontáneo (lo cual es tramposo), se declara a
la vez intencional e inevitable, artificial y natural, producido y encontrado. Esto nos
puede introducir a una moral del signo. El signo debería darse bajo dos formas
extremas: o francamente intelectual, reducido por su distancia a un álgebra, como en
el teatro chino, donde una bandera significa todo un regimiento; o profundamente
arraigado, inventado de algún modo cada vez, librando una faz interna y secreta,
señal de un momento y no de un concepto (el arte de Stanislavski, por ejemplo). Pero
el signo intermediario (el flequillo de la romanidad o la transpiración del
pensamiento) denuncia un espectáculo degradado, que tanto teme a la verdad
ingenua como al artificio total. Pues, si es deseable que un espectáculo esté hecho
para que el mundo se vuelva más claro, existe una duplicidad culpable en confundir
el signo y el significado. Es una duplicidad propia del espectáculo burgués: entre el
signo intelectual y el signo visceral, este arte coloca hipócritamente un signo
bastardo, a la vez elíptico y pretencioso, que bautiza con el nombre pomposo de
"natural".

Roland Barthes, "Mitologías" (Siglo XXI Editor)



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