miércoles, 16 de diciembre de 2009
La cena
La había tocado toda la tarde casi sin descanso, esa obsesión por tenerla en vilo estimulando su botón rosado de las maneras más inverosímiles que con los dedos pudiera. Le ardía, le dolía; hacía horas y horas que se había resignado a esa tortura de tener orgasmos sin sentido y después tener que simularlos para contento de aquel hombre. La embargaba el temor de que la matara o la devolviera en un vapor atestado a su país. El viejo -que lo era desde siempre- con un inglés balbuceante la buscaba entre las sábanas o hurgaba entre sus faldas y enaguas cuando le venía en gana someterla con sus dedos ásperos y anchos, de uñas mal cortadas oscurecidas por la tinta. Por la servidumbre en la casa y la correspondencia recibida, por el silencio a su paso en las calles (cuando salían en el carruaje y se arrellanaba a un costado para no ser vista), los insultos que podían entrar de las ventanas, era claro que aquel era un hombre importante o, por lo menos, temible. No lo registraba de otra manera. El amable trato protocolar mediante el cual la sedujo ese caballero, así como también a las hermanas de la escuela en donde vivía y trabajaba, que parecía provenir de una aristocracia lejana y antigua, derivó en este hombre de piedra, receloso y porfiado. La soledad le era insoportable, tan lejos de todo lo que conocía, en una tierra sin gracia y violenta, en una casa húmeda con olor a sangre. Las otras no habían sufrido este calvario, ni siquiera les había escondido la documentación de modo que cualquiera hubiera podido irse si así lo quería. Pero no con Julie. A pesar de su altura, parecía una mujer pequeña por la delgadez que inclinaba un poco su espalda y por su pecho plano, ajustado en un corsé cubierto por una camisa de hilo de Holanda. No cambiaba mucho su vestuario. Había sido educada en la rectitud de la tradición puritana de su país, la de los pioneros fundadores, y conservaba entre su ropa interior una pequeña edición de una Biblia que había pertenecido a sus abuelos, o eso decía el mito familiar. El contacto con ellos se había diluido en el tiempo desde que, pasada la primer infancia, fue enviada a vivir con sus tías, lejos de varones viciosos, para asegurar su educación y su virtud. Más tarde, dedicada de lleno a la docencia, acabó en una escuela en la que pupilos y maestras vivían bajo el mismo techo. Ellas, sus compañeras, se convirtieron fácilmente en sus hermanas. Pero ninguna de ellas estaba aquí a pesar de que, ante el ofrecimiento de viajar al fin del mundo para formar una nueva sociedad que sería la cuna del hombre nuevo, la obligaron a aceptar. Una mujer sola, sin familia, habrán pensado, no tiene nada que perder. Además, ellas recibían esas cartas perfumadas de papel colorido escritas por soldados amantes o primos lejanos de futuro matrimonio acordado por sus padres, lo que en la vida de Julie era solo un sueño. Así que, ya casi solterona, aceptó la invitación de este hombre rotundo que lograba seducir y convencer mediante un juego afilado entre la mirada profunda y la sonrisa campechana. Traía buenas recomendaciones y no viajaría sola, otras chicas serían parte de la aventura. Pero ninguna había sido elegida por él para su cuenta. Julie, con su piel casi traslúcida de mínimas pecas rojizas y el garbo flaco, apenas andaba por las calles barrosas de la ciudad, lo que aquí llamaban ciudad. Las mujeres criollas eran mucho más contundentes que ella y en las miradas alzaban un orgullo que lindaba con la herejía. Aquel hombre, con la excusa de no hacerle faltar nada, apenas le dejaba salir del caserón y era servida por un par de mujeres morenas, claras como algunos africanos de su tierra, que podían ser mestizas. Pasaba los días estudiando el castellano, reparando los vestidos que traía -aceptaba los regalos de aquel hombre pero sólo los usaba en su presencia-, escribiendo extensas cartas relatando meras imaginaciones para no inquietar con la verdad a su familia, con la que esperaba tender un nuevo vínculo aunque, por ahora, no había recibido respuesta, algo comprensible pensando en las distancias. Andaba solitaria y silenciosa por los cuartos hasta que el viejo venía con su espalda cansada y la voz tronante que, en un chapuceado inglés aprendido entre sus colegas masones -parecido al de un niño británico que padece la enfermedad de la vejez- le pedía sentarse a su lado en un gastado sofá que tampoco podía disimular el acoso del tiempo. Le acariciaba el largo cabello encendido haciendo resbalar las hebras entre sus dedos anchos y torpes. Aquellas manos eran de amo, no de amante. Bajaban del pelo a hundirse entre las ropas y, obediente a esa orden tácita, Julie se recostaba entre el respaldo y el apoyabrazos para facilitar el movimiento de esas garras que la artritis endurecía en las muñecas. Ella conocía ya cada una de las manchas que, en el techo, entre las vigas de quebracho rojo como su pelo, dibujaba la humedad insistente. Así, mudos, pasaban las tardes que él tenía libres para irse al anochecer rumbo a la casa que compartía con su hermana, su hija y su nieta, esas otras mujeres que nada sabían de la extranjera. Las noches de Julie eran largas y, por costumbre puritana, no era capaz siquiera de llamar a alguno de los sirvientes para conversar o compartir una taza de té. En esa soledad no había más que fantasmas y monstruos indecibles, productos de la ansiedad y del encierro. El viejo, aunque se tenía por amable, le había quitado toda libertad. Un hombre tan odiado y terrible tal vez no tenía otra manera de vivir un romance aunque más no fuera esta mala imitación, esta triste y penosa caricatura del amor. De ahí que Julie no tuviera un salvoconducto. Aquel hombre, el más influyente de esta tierra maldita, había logrado que ni siquiera exista un registro de su entrada al país. Los únicos papeles que daban fe de su presencia eran esas cartas que enviaba cada semana a sus padres que la creían disfrutando entre campos verdes florecidos y bosques de pino con lagos de cisnes y peces de colores. Ese era su único contacto con una realidad que le pertenecía y, por el temor de que el viejo también se la quitara, había hecho un pacto secreto con Paloma, la india que era negra, a cambio de entregarle, de vez en vez, encajes y telas obsequiadas a ella por aquel hombre que, de saber que acababan en negras manos, tal vez las hubiera hecho decapitar a las dos como, se contaba en la cocina, solía ser su modo de lidiar con quienes no eran de su agrado. Las noches eran largas y escribía cuidando que la pluma no dejara huellas en sus dedos evitando que el viejo sospechara de sus cartas; solía envolver la mano derecha en un pañuelo que luego escondía en el corpiño, allí donde el viejo jamás lo encontraría porque era una sola su obsesión. Aunque todavía virgen, el himen intacto, Julie no sentía su cuerpo como antes, en estos meses de reclusión había perdido contacto también con su inocencia. En lo que más notaba esa falta, sin embargo, era en los pensamientos que encallaban en medio de las noches que, en general, se cortaba con lejanos gritos ahogados o alaridos que se continuaban en cascos de caballos o carros que huían con frenesí. En aquellas oscuridades, la idea de matar al viejo la iluminaba, la enardecía. Después, fatalmente, se hundía en la culpa y, de rodillas sobre unas piedras ásperas que había recogido del jardín, rezaba ahogando el llanto hasta caer rendida de cansancio, pequeña en esa cama espaciosa, siempre sola.
Fue un día que, antes del amanecer, la despertó el estrépito de un carro que se alejaba de la casa, y hubo también movimientos y voces nerviosas en la cocina. Escuchó un grito corto y ahogado. Escuchó que el mulato cuidador de la casa dijo “¡Virgen santa!” mientras sonaban cajones y metales. La acostumbrada tensión pasiva que reinaba en la casa cambió en una agitada convulsión repentinamente. Envuelta en una robe pesada y áspera que había hallado en un ropero cuando se desató el invierno, fue hasta la cocina llevada por la curiosidad deteniéndose ante la puerta entreabierta para oír esas conversaciones cruzadas de tono agudo de las que apenas pudo distinguir algunas palabras a pesar de haber avanzado mucho en su español que, aquí se demostraba, adolecía de habla y se excedía en lectura. Finalmente, decidió pararse en el vano de la puerta como esperando que le permitiesen entrar. Alrededor de la gran mesa de algarrobo estaban Paloma, el mulato y la mujer del mulato con el gesto desencajado y sosteniendo su vientre redondo con las manos crispadas. Los tres la miraron con una mezcla de estupor y compasión que la hizo sentirse inmensamente débil. Pero recién se aflojaron sus rodillas cuando advirtió sobre la mesa una bolsa de arpillera que contenía algo más grande que una calabaza sobre una fuente de metal, rebosante en sangre hasta manchar la madera y surcar con hilos bermellón sus estrías. No supo si el acero helado que corrió por su espalda fue antes o después de haber pensado en otro acero cortando la garganta de su amo. Se apoyó contra el dintel de la puerta y, solícito, el mulato la tomó de un brazo para evitar su caída. Tras unos segundos se irguió repuesta, habrá sido cuando pasó por su mente la esperanza de la libertad. Por un instante sintió el aroma del heno en el granero, el suave crepitar del almidón en los delantales de su madre, el graznido de los cuervos en el maizal. Dudó una eternidad hasta que, con una mano delgada y temblorosa, hizo el gesto de descubrir el bulto sanguinolento. Las mujeres se alejaron apretándose la una contra la otra, lo que provocó en Julie el reflejo de cubrirse la boca con las manos aún antes de que se develara lo que la bolsa contenía. El mulato, entonces, con la delicadeza que da el asco, quitó lentamente la arpillera descubriendo una terrible cabeza de vaca con los ojos desorbitados y la lengua cayendo, como un animal obsceno que sale de otro. La escena era horrorosa y, a la secreta desazón que le ganó el alma por haber perdido nuevamente su libertad, le siguió un vómito amargo, bilioso, que intentó detener con las manos antes de desmayarse.
Segura de que todo formaba parte de un sueño, volvió a despertar tendida en su cama e hizo un gran suspiro, que parecía venir de muy lejos, conciente de las tensiones que provocaban esas pesadillas. Pero no tardó en sentir el gusto amargo en la boca. Abrió los ojos y notó que era de día, más allá de la mañana porque escuchaba movimientos en la casa y en la calle. Sus manos tocaron la seda que la envolvía, era el vestido azul oscuro que el viejo había traído de Francia. Alguien la vistió mientras dormía. Se incorporó y, frente al espejo, notó que hasta la habían peinado, ya que su larga cabellera roja era contenida por unas peinetas de carey haciendo un marco fabuloso a su mirada verde y lejana. En el espejo, detrás de ella, Paloma entraba al dormitorio para anunciarle que habría una cena y que los invitados llegarían en un par de horas; el anfitrión se hallaba en la cocina supervisando el banquete. Julie la miró impávida desde el reflejo, Paloma se acercó hasta ella y le tomó la mano delicadamente, por un instante, antes de volver a sus tareas. Debía ser un día muy especial, aquel hombre nunca había invitado a nadie a la casa y, menos aún, compartido en público el mismo espacio físico con ella, de quien nadie debía saber. Fue al comedor donde la platería estaba dispuesta sobre la mesa y candelabros con velas de sebo aun no encendidas ocupaban sendos lugares. Algunos candiles habían sido agregados a los que usualmente había en las paredes. Vendrían cuatro personas, si contaba con la presencia del viejo y la propia en la mesa. Se preguntaba dónde habría de sentarse, si a la izquierda del hombre o en la contracabecera. Paloma entró con una jarra de vino que puso en la mesa y la miró de reojo, apenas sonriendo, mientras salía por la puerta abierta de la cocina un olor indescriptible, nauseabundo, especiado con laurel y tomillo. El viejo estaba arremangado, con el gesto exultante que tenía cada vez que pergeñaba algún discurso de su senaduría, frente al horno de barro haciendo indicaciones a la mujer del mulato que asentía con ojos desorbitados y la piel verdosa que tienen los morenos al empalidecer. Al verla fue hacia ella, bajándose las mangas de la camisa blanca, halagando lo bella que la hacía ese vestido. La tomó del brazo e, impidiendo que pusiera un pié dentro de la cocina, la llevó al comedor para explicarle el evento. Vendrían unos amigos –fue la primera vez que escuchó esa palabra de su boca- a cenar, y los agasajaría con una receta propia, fruto de su creatividad culinaria. Tal vez, leyó en la mirada de Julie eso que, por verborrágico, no le permitió decir, por qué aquí y por qué con ella presente. El viejo, bajando su terrible mirada, dijo en voz muy baja que estaba harto de que bromearan con él llamándole “Dominga solterona”. Julie no supo si tenerle piedad o reírse a carcajadas. Prefirió quedarse en silencio pero en un silencio diferente, como si repentinamente su vulnerabilidad hubiera desaparecido, esa sensación que endereza la espalda aunque nadie lo note. Él estaba tan ansioso con los preparativos que la dejó ahí, de pie, mientras iba y venia de la cocina al comedor dando órdenes que parecían sin sentido por el exceso. Mientras tanto, el viejo le decía a Julie que era una buena oportunidad la de esa noche para practicar el castellano que estudiaba, aún cuando nunca hablaba esa lengua con ella y jamás se había interesado por saber cómo lo hablaba. También, contaba que aquellos amigos que vendrían eran viejos compañeros de armas, colegas de la política y la logia. Julie sólo reconocía el nombre de Mitre por ser inglés y porque sonaba en algunas conversaciones que captaba de oídas. En Nueva York los caballeros tenían por moda vestirse con unos pantalones llamados Mitre. Pasaban las horas y, cerca de la llegada de los invitados, el viejo fue a cambiarse volviendo a aparecer con una chaqueta de pana del mismo tono azul que el vestido de Julie, camisa con pechera y corbatín de lazo. El olor terrible, a quemado, que llegaba de la cocina, hacía casi irrespirable la estancia pero, por discreción, el viejo prohibía que se abrieran las ventanas. Pasaban las horas y, ya sentado a la cabecera de la mesa, con el rostro hundido entre profundas arrugas de permanente contrariedad ahora exacerbada por la evidente ausencia de sus invitados, hizo sentar a Julie al otro extremo de la mesa y ordenó traer su creación en un gesto de Baco vencido por su propia decadencia. Las dos morenas trajeron la bandeja humeante que dejaron a la derecha de aquel hombre de furia contenida. Julie reprimió un gemido de espanto. El viejo, en ademán ampuloso, dijo en tono grave y enérgico:
-¡Tête de Veau a la Sarmiento!
Sobre la mesa se hallaba la cabeza de vaca cubierta por una masa de harina quemada, negra y maloliente, que, al ser cortada con un cuchillo curvo por el viejo, dejó salir un denso vapor y un relleno acuoso que se derramó sobre la fuente. Con el flanco del cuchillo, el viejo golpeó la masa arrebatada y endurecida, dejando a la vista la cabeza infame, los ojos negros fuera de sus cuencas y la lengua hinchada y marrón que asomaba de entre los dientes de una mandíbula desencajada. El hombre, de ceño enjuto, sin decir palabra, hacía los honores a su comida siniestra con una elegancia que intentaba la apostura de un caballero inglés a la hora del té. Estaba y no estaba allí. Paloma, que asistió con horror a esa extraña cirugía desde un costado, alejada de la mesa, reaccionó al gesto del viejo para que le alcanzara el plato de Julie como si un relámpago le hubiera recorrido la piel. Ambas mujeres se vieron a los ojos y, con resignación, Paloma le alcanzó el plato a su amo. Ante Julie humeaba un extraño mazacote compuesto por un adobo marrón, trozos de piel, un trozo de lengua, la mitad de un ojo que parecía un huevo quemado, papas y batatas. Hubo un largo silencio en la mesa. Tras servir sendas copa con un vino tinto casi negro, Paloma dejó la jarra cerca del viejo y salió del comedor. Él no la miraba, los ojos estaban clavados en el monstruo abierto de la fuente. El silencio se hundía en los platos humeantes hasta que aquel hombre dijo, casi con displicencia y en un francés patético, “bon appetit”. Fue en ese momento que, liberando una fuerza indescriptible y con el tono más amable que de sí misma conocía, Julie respondió:
- Bon appetit, Dominga solterona.
El viejo quedó estupefacto, de algún modo le sobrevino una inexplicable sordera, levantó el cuchillo amenazante con la misma mano con la que estimulaba por las tardes el sexo de Julie durante horas buscando, una y otra vez, que no dejara de tener orgasmos para su propio placer de patrón impotente. Ella, sin el más mínimo gesto en el rostro, con un leve ademán dejó caer la servilleta de hilo sobre el plato alucinante, se puso de pié y salió por un corredor hacia la puerta principal ganando la calle.
Unas semanas después, declarada “loca vagabunda” por la policía y los médicos, Julie fue internada en la Convalecencia, el Hospital de Mujeres Dementes en los Altos de San Pedro, cerca de la boca del Riachuelo, con identidad desconocida. Se cuenta que allí terminó sus días muchos años después. También por esos días, mientras las mujeres del viejo hacían el equipaje antes de partir al Paraguay, la nieta halló en un caja el atado de cartas en inglés sujetas por una cinta de seda azul que, por no comprender el idioma, quemó en la fogata junto a otros muchos papeles que el viejo no quería llevar a su exilio final.
©Fabián Russo
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